Confieso que la intervención de P.L. me perturbó profundamente. Hace algunos días compartimos un espacio virtual, en una de las múltiples conversaciones sobre la destrucción por diseño de la universidad venezolana y sobre cómo activar iniciativas que involucren a la diáspora, así como a los universitarios que siguen estando en Venezuela. Ejecutábamos el ejercicio de imaginarse la nueva universidad que vendrá después de estas dos décadas de iniquidad de un régimen enemigo de su propio pueblo, al tiempo que intentar aliviar las penurias y carencias de nuestras casas de estudio. Discusiones similares se hacen en muchos otros espacios del quehacer, político, social y económico del país, tal es la naturaleza del proceso de disolución que afecta a la nación. Los petroleros, los educadores, los médicos, incluso sectores militares, mantienen conversaciones y foros similares acerca de cómo será necesario repensar a Venezuela, entendiendo que el país que existía antes de la debacle chavista ya no existe y que probablemente no podrá ser reconstruido. Y estas discusiones van mucho más allá de la inevitable reflexión acerca de cómo recuperar la democracia y la libertad de Venezuela.
P.L. argumentó algo de lo cual soy plenamente consciente, pero que sin embargo golpeó duramente mi alma de investigador y profesor, dedicado a todos los espacios de la vida universitaria desde hace más de 40 años. Desde mis tiempos de estudiante en la UCV, pasando por una larga y hermosa jornada como profesor de esa universidad, hasta mi posición actual en Arizona. Mientras el grupo de discusión se imaginaba un esfuerzo creativo, combinando las fortalezas de los venezolanos que no se han ido y la diáspora, P.L. nos recordó un duro y difícil de digerir elemento de la nueva realidad de nuestros estudiantes: se están evidenciando cada vez con mayor claridad, no solamente las deficiencias de origen “revolucionario” de nuestro sistema educativo, con profesores y maestros que no existen, materias aprobadas por simple asistencia y ficciones de laboratorios, sino que el virus del hambre endémica que está afectando cada vez más a nuestra población, según múltiples estudios de la ONU y la Unesco, está mostrando su rostro infame en las capacidades cognitivas disminuidas, el desarrollo intelectual deficiente y dificultades para aprender, en un número creciente, de nuestros estudiantes.
La sabiduría popular entiende, sin mayor conocimiento científico o médico, que la nutrición de la mujer embarazada tiene un papel central en el desarrollo y crecimiento saludable del feto en sus entrañas. También se comprende con claridad que las fallas en la nutrición de los niños, a veces un brutal eufemismo para referirse al hambre infantil, tienen consecuencias irreparables en la salud y desarrollo de los seres humanos. Sin embargo, ver todos estos elementos, analizados en el contexto específico del desarrollo del cerebro y cómo este se ve afectado por la desnutrición es, simplemente, demoledor. En un artículo relativamente reciente, accesible en el sitio web del National Institute of Health de Estados Unidos (NIH), que tiene como título The Role of Nutrition in Brain Development: The Golden Opportunity of the First 1.000 Days (El papel de la nutrición en el desarrollo cerebral: La oportunidad dorada de los primeros 1.000 días) se analiza con detalle el tema de los nutrientes claves en etapas críticas del desarrollo cerebral y las consecuencias irreversibles de su ausencia o de su disponibilidad en el cuerpo en cantidades insuficientes. Los primeros mil días, se comienzan a contar desde el momento de la fecundación, el instante mágico del encuentro entre el óvulo y el espermatozoide, que constituye el momento inicial de nuestras existencias físicas. De ahí en adelante, mil días, hasta aproximadamente tres años de edad, constituyen un período esencial en el cual se establecen, o no, conexiones neuronales claves. Nuestro cerebro en su estado inicial, sin ninguna inscripción más allá de lo que determina la evolución biológica colectiva, tiene una inmensa plasticidad y capacidad para crecer, para establecer conexiones internas que nos permitan definir eventualmente palabras, pensamientos, sentimientos. Nuestra propia esencia humana depende de lo que ocurra en esos 1.000 días vitales para el desarrollo de nuestros cerebros, en ellos se define en buena medida si podemos alcanzar nuestra potencialidad y desarrollo plenos como seres humanos. Para quienes piensan que los humanos venimos a la Tierra a descubrir nuestra misión, no se les puede escapar que de ninguna manera es lo mismo venir bien equipados que con equipo precario, sobre todo si la responsabilidad de esas carencias recae en otros humanos que han hecho invivible el mundo al que vamos a llegar.
La realidad horrenda y apabullante es que según diversos estimados, porque es imposible contar con cifras exactas de organismos que mienten con fines políticos, 30% de nuestros niños está creciendo bajo condiciones de hambre, una situación que ha sido denunciada en foros y medios internacionales (The Guardian), (UNHCR), y en Venezuela especialmente por la voz valiente y perseverante de Susana Raffalli (Raffalli). Es decir, palabra más, palabra menos, la catástrofe humanitaria, la destrucción por diseño de la nación que ha adelantado el gobierno de facto de Maduro, y previo a este el de su padre político Hugo Chávez, le está robando el futuro y sus posibilidades de desarrollarse como individuos a 3 de cada 10 de nuestros niños. No es pues de extrañarse que P.L., un hombre que tiene contactos importantes con el sistema educativo venezolano, ya se haya encontrado con los primeros adolescentes que lo único que han conocido es la catástrofe chavista.
No puedo evitar pensar, en el contexto de estas líneas, que un reciente Mensaje de la presidencia de la Conferencia Episcopal Venezolana, Al pueblo de Venezuela con ocasión del bicentenario de la Batalla de Carabobo, llama a los venezolanos a “dar el paso necesario e impostergable de refundar a Venezuela…”. Ello no sin antes convocarnos a sentir la enseñanza de Pablo (Gal 5, 1-2). «Por lo tanto, manteneos firmes en esa libertad y no os sometáis otra vez al yugo de la esclavitud”. Nos hemos transformado en ciudadanos de una nación bajo un régimen tiránico, que pretende encadenarnos al yugo del control social a través del hambre y del miedo, destruyendo y confiscando el futuro de nuestros hijos a través del horrendo virus del hambre, peor en sus efectos sobre nuestro futuro como nación que ninguna pandemia. Contra esa nueva esclavitud, esta vez del gobierno de facto contra su propio pueblo, nos convoca la Iglesia a actuar con firmeza. ¿Qué más se requiere para que nuestra energía cívica y ciudadana renazca, y para que nuestro liderazgo político actúe con la unidad indispensable para enfrentar al régimen del mal que corroe las entrañas de nuestra Venezuela?