La calidad del discurso se reconoce en aquellos políticos que sintonizan con lucidez la realidad de un país, este es el caso del representante de Uruguay ante la OEA el abogado y profesor Washington Abdala, cuyas aquilatadas palabras han descrito con claridad meridiana el drama que estremece a Venezuela.
Su vehemencia proviene de una mente inspirada en las tragedias que han sufrido los pueblos de la irredenta Latinoamérica, en particular de su Uruguay natal que sufriera más de una década de dictadura en el siglo pasado, experiencia que le ha sugerido proferir otra fase lapidaria en la última sesión de la Asamblea General de la OEA, “¿Acaso los venezolanos están condenados a vivir en el infierno?”.
La respuesta implica identificar la gestión de gobiernos autoritarios en el siglo XX, que caracterizados todos por cercenar los derechos civiles les conllevó a ser parte de los capítulos mas aborrecidos de nuestra historia continental, no obstante, sus políticas económicas en algunos de los casos desarrollaron sectores productivos en sus países.
En el caso de la dictadura de Castelo Branco en la década de los sesenta fue la impulsora del boom del “milagro brasileño”. Durante esa etapa, la tasa de crecimiento del PIB saltó del 9,8% en 1968 hasta 14% en 1973. Si nos referimos a Chile, el gobierno de Pinochet implementó un modelo económico que tenía tres objetivos principales: liberalización económica, privatización de empresas estatales y estabilización de la inflación.
Al mismo tiempo durante estas dictaduras, fueron cometidas sistemáticas violaciones a los derechos humanos, miles de asesinatos, se limitó la libertad de expresión, se suprimieron los partidos políticos y el Parlamento Nacional fue disuelto, los derechos sindicales suspendidos y los sindicalistas llevados a prisión.
Lo descrito no implica el embellecimiento de estas dictaduras al ser regímenes indeseables para el ser humano, contraviniendo las aspiraciones de la humanidad de vivir decentemente pero en democracia, como planteaba el premio Nobel hindú Amartya Sen (1999), propulsor del concepto de “desarrollo como libertad, en el que la pobreza y la falta de oportunidades económicas son vistas como obstáculos en el ejercicio de libertades fundamentales. Desarrollo significa entonces expandir la libertad de los seres humanos en un contexto de valores democráticos”.
En los casos anteriormente citados se produjo una diáspora política de impacto marginal en la población, diferente al caso de la tiranía madurista que ha derivado en un éxodo político y económico mayor a los 9 millones de habitantes, producido en una Venezuela donde el PIB perdió en una década (2013-2022) un indicador de 80% de su valor, y un PIB per cápita que pasó de 9.000 dólares en 2013 a 1.500 en 2023 (fuente: DW), por debajo del de Haití de 1.734 dólares en 2023.
Tragedia que no se compara con las dictaduras locales del siglo XX reconocidas en Juan Vicente Gómez (1908-1935) y Marcos Pérez Jiménez (1848-1958), periodos en el que la economía inició un crecimiento extendido durante 40 años, en porcentaje que nunca bajó del 10% anual. Indicadores que tuvieron un efecto económico y social de prosperidad que irradió a la población en materia de salud, educación y bienestar al afianzarse los mandatos democráticos del siglo XX.
Aun así, el pueblo venezolano despachó estas tiranías y prefirió consolidar el periodo democrático más largo de nuestra historia, iniciado en 1958 hasta finales de siglo, sin saber que los avatares del destino lo conduciría a una nueva emboscada, la tiranía chavomadurista del siglo XXI, traducida en el infierno citado por el diplomático uruguayo al indicar “¿acaso los 8 millones de venezolanos que andan por el mundo están haciendo turismo?”.
Entre tanto, los sobrevivientes que permanecen en el país afrontan un clima de terror, con miles de detenidos, en un ambiente de sálvese quien pueda, el hostigamiento al presidente electo Edmundo González y la caída brutal del servicio eléctrico.
Esta cruenta realidad exige a la comunidad internacional un rol protagónico mas allá de lo enunciativo y de la diplomacia de comunicados, que determine el cumplimiento de la voluntad del pueblo venezolano el próximo 10 de enero de 2025 al asumir el mando el nuevo presidente.