Los Estados permanecen, no así los gobiernos, menos los usurpadores. Estos pasan. Llegan a su término, si bien la realidad global también disminuye a los primeros –incluyendo a los organismos internacionales que forman– como suertes de cascarones, incompatibles con el deslave humano y la liquidez espacial que fijan la globalización y el Homo Twitter.
De modo que, si nos atenemos a los cánones del Sistema de Naciones Unidas, en una votación secreta, en plena era de la transparencia, se acaba de elegir al Estado de Venezuela como miembro del Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Cosa diferente es la pregunta obligada: ¿quién ocupará la silla, representando a los venezolanos?
Eso dependerá del cese de la usurpación de Nicolás Maduro, antes de los dos años que dura el mandato que recibe Venezuela en el consejo. Y, como lo he repetido hasta la saciedad, eso igualmente depende de la misma comunidad internacional que la ha elegido.
Cabe decir que mal pueden los venezolanos, por sí mismos, librarse del secuestro al que se encuentran sometidos. Una organización transnacional del crimen y terrorista controla los hilos restantes de ese Estado fantasma o en agonía que es Venezuela. Su población migra para sobrevivir, su territorio ha sido canibalizado, carece de un verdadero gobierno.
Lo aberrante a todas estas es que la ONU ahora le permita al régimen usurpador de Maduro acreditarse para ejercer una representación que no tiene. Admitirla constituiría fraude al orden público internacional consagrado por la Carta de San Francisco, que se adopta sobre una tragedia de hondo calado histórico, el Holocausto.
Los alemanes, quienes sí saben de lo que hablo, no por azar y como reflejo del estatuto “onusiano”, al dictar su Constitución en 1949 la encabezan con una norma que amarra a todas las demás, sean las relativas a los derechos, sean las concernientes a la organización de su Estado federal, a saber, la del respeto a la dignidad de la persona humana, por todo y por todos.
Todavía hoy, en las escuelas de Alemania se enseña sobre los asesinatos en masa de judíos y los campos de concentración. Hasta allí, rutinariamente, son llevados los alumnos, a esos altares del mal absoluto, transformados en museos de la memoria, para recordarles el ¡nunca más!
Lo insólito y vergonzante es que algunos socialistas europeos y los gobiernos dentro de los que se mimetizan –afectados por el mito de Xión y de Tántalo, epígonos de la ingratitud– aún no les perdonen a los judíos ser el espejo de la perversión de los gobernantes de aquellos; haber quedado sujetos sus pueblos por las redes del nazi-fascismo, por un sino de su historia. Menos superan que los Estados Unidos les hayan salvado de la tragedia que se los engulle hasta 1945.
Solo la traición, la deslealtad, la ingratitud para con sus propias raíces culturales, las occidentales y cristianas, explican esta vez el tsunami musulmán que se posa sobre suelo europeo con acendrada vocación fundamentalista, en medio de locales que muestran vergüenza con su identidad común.
Rezan los clásicos que la ingratitud, la ruptura del vínculo que atara a Zión y Tántalo con Zeus, quien los sienta en la mesa de los dioses y les llena de privilegios, la pagan sus descendientes, plagados de enormes infortunios, condenados a la asocialidad, entre un mundo animal que no los acoge y un mundo humano y de humanidad que los rechaza.
Pero, en suma, más allá de las abstracciones jurídicas o las citas de los clásicos que provoca el caso de la elección de Venezuela o permitírsele a Maduro asumir dicha representación en el Consejo de Derechos Humanos del mundo –que escandaliza a la decencia– lo más grave es que sustituye en su puesto a la Cuba de los Castro. Todo cambia para que nada cambie.
¿Reaccionó esa opinión pública contra dicha isla como lo hace contra la elección de Venezuela, siendo que aquella reúne sesenta años de muy graves atentados a los derechos humanos y cuyo gobierno, a la sazón, firma papeles dentro de la ONU con la sangre de sus degollados?
Cabe preguntarse, aquí sí, en dónde se encontraba a todas estas y en la hora de la elección que trastorna, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres. Era y es su deber, derivado de las competencias implícitas de su cargo, cuidar de los activos principistas del sistema universal construido sobre las ruinas de la Segunda Gran Guerra del siglo XX. Mal puede argüir que se trata de una decisión de los Estados miembros, cuando ha de saber que su condición no depende de estos una vez como fuera elegido, ni es el cagatintas de los gobiernos, a la manera como lo fue, en su instante y en la OEA, José Miguel Insulza.
Jacques Maritain, representante de Francia en el evento fundacional de la Unesco, en Londres, el 16 de noviembre de 1945, describe con locuacidad su momento, ese que Guterres, socialista portugués, da por enterrado y borra de los libros: “Nos reunimos en un momento particularmente grave de la historia del mundo […] La angustia de los pueblos cae sobre todas las orillas [… ] Lo que se pide a la inteligencia humana es tomar conciencia de que hemos entrado en una era crucial de nuestra historia, en la que —bajo pena de muerte— los gigantescos medios de potencia procurados por el dominio científico de la materia deberían someterse a la razón”.
correoaustral@gmail.com