Desde hace unos diez años, pero especialmente tras la gesta electoral del 28 de julio, la realidad y nuestras propias vivencias nos han ido demostrando lo que parece ser el fin de lo que quedaba de disposición democrática en el gobierno venezolano.
Los extremos a los que ha llegado, no solo con la represión de la disidencia (hasta ahora, 150 líderes políticos encarcelados, más de 100 medios de comunicación cerrados o bloqueados, más de 2.000 arrestos por protestar y la burda maniobra de desconocer la voluntad popular expresada el 28 de julio), son suficientemente obvios como para comprobarlo y han logrado el repudio de casi todos los gobiernos de países democráticos de Occidente.
En ese lapso, el régimen accedió a participar en cinco diálogos, a los cuales les «pateó la mesa», una vez que obtuvo de ellos lo que quería, y ahora nos muestra el verdadero significado de aquello de «por las malas».
Sin embargo, aunque puede parecer firme, cómodo y con mayor poder, basado en la alianza cívico-militar-policial, construida a fuerza de lealtades bien remuneradas, la verdad es que es un régimen disminuido, incapaz de enfrentar la crisis socioeconómica que generó, acorralado y aislado interna y externamente, sin su capital social (el pueblo chavista que era 15% de la población), con enormes conflictos internos y con cada vez con menos recursos para mantener sus alianzas; por eso se aferra al poder con desesperación y a lo poco que le queda, el discurso de odio y la voluntad de materializarlo.
La dirigencia opositora, por su parte, sigue mostrándose fortalecida, con un gran respaldo popular, pese a estar golpeada por la prisión de muchos de sus líderes y por las amenazas y el acoso sobre los que siguen libres, pero con un creciente apoyo internacional que comienza a configurarse como una amenaza real para el régimen.
Para comprender la dificultad de dialogar-negociar en medio de la situación en la que nos encontramos, revisemos las fases y los procesos de «Construcción de la Paz», que en nuestro caso sería el logro de la transición a la democracia y cuyo propósito debería ser alcanzar un estado de «coexistencia con equidad».
Para ello se requiere la disposición de las partes a «establecer acuerdos», con objetivos, metas, políticas y acciones que den garantías de que no habrá perdedores o excluidos y que el cambio será vinculante para las partes (cooperación).
Por supuesto, es necesario que previamente haya procesos de «búsqueda de identidad y espacios propios» de cada parte y que se establezcan criterios para el crecimiento y desarrollo conjunto, pero además, que exista la percepción de que las situaciones contradictorias o incompatibles presentes (competencia) son transformables y que los desencuentros por diferencias (conflictos) pueden manejarse en espacios de coexistencia.
Si, para las partes, no es posible identificar coincidencias e intereses comunes, si no se reconocen, si no se aceptan y si no se identifican, ni siquiera, coincidencias o intereses comunes, entonces lo que ocurre es la «guerra». Esta es la fase del conflicto en la que creo que hemos entrado.
Lo que percibimos, es un estado de «antagonismo total» en el cual una de las partes, el gobierno, y quizás algún sector de la oposición (Prince y Musk mediante) percibe al otro como enemigo y, en consecuencia, actúan con el propósito de lograr la aniquilación o rendición total del contrario. El detalle para el gobierno es que la oposición, en este caso, es casi todo el país y medio mundo.
En síntesis, para desarrollar un proceso de diálogo-negociación con alguna probabilidad de éxito, en el contexto venezolano, se requeriría que las partes sean capaces de aceptar que el «otro» existe y que sus ideas y propósitos son legítimos, aunque no se esté de acuerdo con ellos; que sean capaces, a través del discurso y las acciones, de generar o construir confianza, aunque solo sea un mínimo, pues sin ella ningún diálogo es posible; que tengan flexibilidad, o sea, la capacidad para aceptar las fallas en las expectativas que se tienen acerca de algo o alguien; y finalmente, que sean tolerantes para poder compartir conductualmente con quienes no se está de acuerdo, aunque sus actos sean terribles.
La manera prevista en la Teoría de la Negociación y Resolución de Conflictos para enfrentar estas situaciones, es apelar a la mediación, es decir, a propiciar acercamiento y encuentro, pero eso requiere un tercero de «buena fe» que genere confianza en ambas partes. Tal como están las cosas, es muy probable que un personaje con esas características no exista.
Así que estamos ante una situación asimétrica, que hará poco probable el avance de algún diálogo directo con el gobierno, especialmente si en la agenda está incluida la transición democrática.
Se trataría, entonces, de un diálogo-negociación en el que el régimen tiene más que perder o donde se pone en riesgo su permanencia en el poder, lo cual parece ser que le importa más que su propia seguridad personal y la de sus familias.
En el ámbito internacional, la perspectiva es que el gobierno seguirá intentando sacar provecho del cambio geopolítico y económico mundial creado por la guerra en Ucrania y la agresividad de la política exterior de China, en su guerra conjunta contra Occidente.
Por otro lado, seguirá propiciando apoyos geopolíticos y económicos extracontinentales al precio que impongan las conveniencias ajenas, especialmente por parte de países como Rusia, China e Irán.
Asimismo, seguirá explorando posiciones, coincidencias y relaciones antisanciones y acuerdos económicos opacos y asimétricos, como la entrega de petróleo, oro, territorios y manejos financieros dolosos.
En cuanto a la oposición, Estados Unidos, Europa y buena parte de Iberoamérica y el Caribe, le mantendrán un apoyo formal, limitado por sus propios desafíos políticos y económicos, pero mientras este no se traduzca en acciones contundentes, mientras el gobierno siga logrando lo que quiere por otras vías, y mientras la oposición no muestre que tiene la estrategia y el «músculo» que se requiere para obligarlo, el diálogo-negociación no parece ser una opción posible en el corto plazo.
Así que el régimen no quiere ni dialogar ni negociar nada. La única manera es que se haga evidente una amenaza real, esto es, una situación en la que negociar sea la opción con menos pérdidas para él.
¿Estamos, entonces, a las puertas de una «guerra no convencional», con 80% de componente mediático, 15% de componente económico y 5 % de acciones agresivas, todos con efectos emocionales de alto impacto?
Originalmente publicado en el diario El Debate de España