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Estamos a escasos pasos del “punto de no retorno”. Parece irremediable el hundimiento definitivo de nuestra patria, no bastando para salvarla, esa realidad paralela en la que algunos pocos viven -congraciados con el poder y prevalidos de los cuantiosos recursos de mil maneras desviados, que sin pudor exhiben- una realidad que ha sido groseramente alentada y promovida para hacer creer una Venezuela que no existe o que solo existe para una élite.

Es difícil determinar el grado de desmoronamiento del Estado democrático y social de Derecho y de Justicia, en el que supuestamente se constituyó la Venezuela de la Constitución de 1999 y que promovía como valores superiores del ordenamiento jurídico y de actuación, “…la vida, la libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la democracia, la responsabilidad social y, en general, la preeminencia de los derechos humanos, la ética y el pluralismo político” (Art. 2).

Un Estado en el que lamentablemente la dignidad personal se ha venido a menos, el ejercicio de la voluntad popular -salvo para una cara de la moneda- se ha tornado cuesta arriba; en el que la sociedad construida es injusta, impregnada de discordia, desacuerdos, discrepancias, hostilidades y en la que el pueblo, mayoritariamente, está hundido en la pobreza y ahogado por incontables penurias.

Lo complejo de la situación –agravada ahora por la pandemia del COVID-19, una inoportuna convocatoria a elecciones parlamentarias y una diatriba política, vergonzosa, desesperanzadora- no facilita el análisis. Sin embargo, a lo largo de estas dos décadas, son muchos los hechos notorios y comunicacionales, ejemplos vivos de cómo se han venido desdibujando y desvaneciendo esos valores y de cómo se han violado derechos humanos, civiles, políticos, sociales, culturales, educativos, económicos, de los pueblos indígenas y ambientales.

No, la grave crisis que nos afecta no tuvo su génesis en las sanciones impuestas por los Estados Unidos de América. Viene de muy atrás, pero indiscutiblemente que se solidificó por el ejercicio impetuoso, desenfrenado y confuso de una ideología que hizo lo mejor por devorar toda disidencia a su paso –la que queda son restos insepultos-; que trató y logró asirse al poder, que hizo ricos, muy ricos, a algunos y empobreció a muchos.

No necesitamos más sanciones, ni golpecitos de Estado, ni invasiones; pero tampoco inoportunas elecciones ni supuestos exitosos esfuerzos que no son tales, por ser inexplicablemente tardíos, por sus convenientes resultados de cara a las elecciones y porque en realidad no se trató de una amnistía lograda, sino de libertades otorgadas, simplemente, porque les dio la gana y punto.

El juego está trancado, pareciese que ya se intentó todo. Las sanciones realmente no afectan sino a la mayoría de la población que no forma parte de ese exclusivo club de privilegiados, que salen bien librados. Una solución armada, hecha en casa o importada, sin duda alguna, agravaría aún más la situación y nos podría hundir en una guerra civil interminable, no por voluntad de los propios, sino por los intereses e injerencia foráneos; y las elecciones solo podrían ser reflejo de un ejercicio real y efectivo de soberanía, convocadas por un CNE verdaderamente independiente e imparcial, cuya directiva haya sido elegida por consenso y de forma transparente; con reglas claras y justas; cuyo desarrollo y resultados están sujetos a la más amplia observación y auditoría, nacional e internacional, que las avalen como libres, universales, directas y secretas; con el compromiso de los actores políticos de acatar sus resultados y aun así, trabajar en conjunto, no solo por el beneficio individual, sino también, por el bien común de una población, insisto, demasiado maltratada.

Es una utopía, lo sé. Supone políticos que superen su egoísmo, que den por satisfechas sus aspiraciones; que se dediquen a establecer las bases para a corto, mediano y largo plazo, el país pueda recuperarse; que sin darse por vencidos, reconozcan sus errores, acepten realidades, zanjen definitivamente sus diferencias y piensen en ese pueblo, tanto el que ha emigrado como el que ha permanecido aquí, empobrecido, merecedor de un presente y de un futuro con luces de prosperidad y bienestar. Venezuela necesita de políticos que retomen esos valores superiores de actuación, que se apeguen a la Constitución.

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