OPINIÓN

Venezuela 2030

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

El título de esta columna identifica el encuentro que sostuvimos con los estudiantes de SciencesPo, en París, auspiciado por Plan País, el originario, nacido en Estados Unidos hace una década. Les manifiesto que los venezolanos hicimos entrada al siglo XIX en 1830 y al siglo XX, pasadas sus primeras 3 décadas. Y que en 1989, casualmente, se cierra el ciclo de nuestra república democrática formal inaugurada 30 años antes, en 1959; construida en los 30 años previos, a partir de 1928, por su generación universitaria.

En 1989, mientras cae el Muro de Berlín, todos celebramos la muerte de las ideologías y la victoria del capitalismo liberal. No nos ocupamos, empero, de los síntomas más gravosos y desafiantes que acompañan a dicha caída. Emerge entre nosotros la logia bolivariana, que fractura nuestra identidad histórica alrededor de los cuarteles y después en los partidos. Y en Alemania, distante de La Habana, toma cuerpo, paralelamente, otra logia, la de los verdes ecologistas, feministas, defensores de las minorías sexuales, que renuncian a la corbata y acuden al Parlamento con pantalones vaqueros y zapatos deportivos.

Mientras en Venezuela ocurre el Caracazo y la violencia se traga a un millar de compatriotas, en la Plaza de Tiananmén es masacrado otro millar. Y ambas manifestaciones se hacen de narrativas unitarias: Aquella, la de la lucha contra la corrupción; esta, por las libertades.

Pues bien, 30 años después, en 2019, el fundamentalismo de las localidades humanas sobrevenidas se hace violencia en Hong Kong, en Barcelona, en Santiago de Chile, en Ecuador, pero es colcha de retazos, unida solo por la indignación, por cualquier cosa.

¿A qué viene todo esto?

En 1989, agotada la república civil, Carlos Andrés Pérez entiende que, dada la gran ruptura en marcha, ha lugar el Gran Viraje. Rafael Caldera se empeña en pegar el rompecabezas social. Y Hugo Chávez opta, como solución, por devolvernos hasta el génesis republicano. Todos entienden, no obstante, que algo ha pasado y rompe los cánones.

Pasados 30 años, los venezolanos aún no reparamos sobre esta compleja cuestión de fondo. Sus consecuencias se las atribuimos a la antipolítica, a una malhadada conjura de las izquierdas, que las hay, o a un fallo de las políticas.

Hasta el cierre de este ciclo treintañero, en 2019, lo cierto es que Venezuela ha sido objeto de todas las terapéuticas posibles. Ninguna logra repararla.

Se apuesta a la resurrección del cesarismo, en 1999. En 2002 se apela a la Fuerza Armada. En 2004 se acude a las urnas referendarias. Diez años más tarde se ejercita la Salida, con sus consecuencias de muertos y encarcelados. Antes, en 2005, después, en 2018, se renuncia al voto. Apelamos a la comunidad internacional, a Carter, a Gaviria, a Zapatero, a Samper y nada. El desafío de los escuderos de calle es legendario, superior al boliviano.

Se copian los modelos de concertación a la chilena –con la Coordinadora Democrática, la Mesa de la Unidad, el Frente Amplio– y se regresa a las urnas. Gana la mayoría parlamentaria en 2015 la oposición, y ahora busca convencerse, en otra jornada electoral, de que sí es mayoría. Se copia, para unir partes, el mantra “cese de la usurpación, gobierno de transición, elecciones libres”. Es la estrategia textual que la OEA le fija a Nicaragua en 1979, hace 40 años.

Hoy, eso sí, somos “virtualidad”, en Miraflores y en la Asamblea. Y he aquí la clave, la que desvela el asunto que pasamos por alto en 1989, a saber, el ingreso del mundo a la Era de la Inteligencia Artificial, destructora de espacios y geografías políticas. A la ciudadanía fronteriza la sustituye la ciudadanía de redes, el valor del tiempo y su vértigo, la imaginación o realidad virtual, la de las verdades relativas.

A la democracia formal se le sobrepone la de usa y tire, la de descarte. A la sociedad de la confianza le sobreviene la de la desconfianza total. A la sociedad de masas con cultura que armoniza se le cambia por la individualización colectiva de los ánimos, que hace de las intimidades y el enojo un hecho público, mientras se rechazan las ideas abstractas de bien común o interés general.

Quienes con empeño y sacrificio trabajan para aliviarnos de penalidades, desde adentro y desde afuera, o se miran en el Homo sapiens y viven atados a la racionalidad normativa de la política y la democracia, o prefieren comportarse como el Homo videns sartoriano: hijos de la televisión, atrapados por el impacto de las imágenes, y apenas mascullan.

Esta vez domina el Homo Twitter cansiniano, que combina a los dos mundos anteriores con 140 caracteres y el Instagram. Sufre de narcisismo digital, de entropía, y construye realidades a cuotas a partir de sus sensaciones, de sus emociones inmediatas. Esa es su naturaleza. Vino para quedarse, enfrentado a los poderes declinantes.

En este un cosmos inédito donde se brega con neologismos: posdemocracia, posverdad, posliberalismo, pospolitica, posmodernidad. El contacto es instantáneo con las audiencias y segmentado, sin partidos ni Parlamentos. Se hace la guerra, pero con narrativas apropiadas a la Era de la Inteligencia Artificial, sin ejércitos ni tribunales ideológicos.

Lo revelador, a todas estas, es que el socialismo del siglo XXI, perspicaz, al ponderar su experiencia de 30 años, en 2019 cambia de vestido y se hace progresista, para seguir simulando. Entretanto, los demás miramos al retrovisor de la democracia formal, y aquel se hace de una Tecnología de Eliminación, un TEC a la manera del sistema Uber o el de Amazon. No le interesa competir, como a estos no les interesa hacerlo con taxistas o retails, sino acabarlos.

La enseñanza no se hace esperar.

Perderemos el tren de la historia si no somos capaces de crear una Tecnología de la Libertad (TDL), y un soporte teórico que la apoye con narrativas distintas, más propias del siglo en avance. Se trata de instituir, antes que maquillar instituciones o políticas públicas. Chile anuncia ser el próximo laboratorio constitucional, luego de la tragedia venezolana.

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