Uno de los aspectos que de manera más dramática le ha revelado al mundo la magnitud de la tragedia ocasionada por el chavismo en Venezuela es la emigración, o dicho de modo más preciso, la huida de alrededor de la quinta parte de su población —léase bien, la quinta parte de su población, y reflexiónese con detenimiento sobre lo que ello significa—. La razón: porque a diferencia de los cientos de miles de muertes que aquel nefasto régimen ha producido por conducto tanto de la represión directa como del fomento de la criminalidad, de la destrucción del sistema de salud —incluyendo la de su componente industrial farmacéutico—, de la amplia distribución de miseria devenida en una hambruna sin precedentes en el continente —ni siquiera en Haití— y hasta del sistemático maltrato psicológico que a no pocos ha llevado a quitarse la vida, la presencia de enormes grupos de inmigrantes venezolanos dentro de numerosos países y sus profundas consecuencias sí son palpables en estos y en el resto del mundo democrático.
De ahí que, valga la digresión, los mismos que en tal mundo hicieron la vista gorda frente a los ya entonces inmensos padecimientos del pueblo de Venezuela en aquellos tiempos en los que Chávez pasaba la mayor parte de sus días recorriéndolo, con una abultada «petrochequera», estén ahora tratando de ver cómo solucionar lo que en sus naciones está ocasionando la «cuestión venezolana», sin que necesariamente ello implique su compromiso con la demolición del tinglado opresor que ha forzado unas inacabables olas migratorias si consiguen evitar que estas sigan llegando a sus tierras para inundarlas de problemas; una suposición que no es descabellada si se toma en consideración que a nadie en el planeta le importa un rábano el destino de los norcoreanos por el simple hecho de que los casi inexpugnables muros de su propio infierno —uno incluso peor que el venezolano— impiden que de él escape un sustantivo número de personas cuando, esporádicamente, unas cuantas logran hacerlo —amén de que, para desgracia de ese pueblo, los avances en el programa nuclear del totalitario régimen de Corea del Norte han conducido de facto a que este, aunque tan odiado como los de China o Rusia, sea ya parte del club de obligados «amigos» a los que, por encima de sus muchas diferencias, no les queda más remedio que ponerse de acuerdo en algunos puntos con miras a la preservación de un tablero de juego en el que se pueda jugar—.
Son tantos los problemas que en su cotidianidad deben afrontar los países del mundo democrático que, de hecho, la global e inconmensurable amenaza que representa el totalitarismo seguirá considerándose un asunto secundario, incluso en el marco de la nueva realidad que dejará la COVID-19, una pandemia que, en cuanto evitable problema, ha sido precisamente consecuencia de la opacidad en el manejo de la información que constituye una de las constantes de ese perverso sistema.
Sea lo que fuere, el tema de la emigración venezolana viene a cuento por el ruin uso que, en el contexto de las pretensiones de perpetuación del totalitarismo en Venezuela más allá de los tiempos de la mencionada pandemia, se le quiere dar para justificar los estragos que esta ha provocado y los mayores males que aún está por generar en el país como resultado de su pésima gestión por parte de la nomenklatura criolla; una inefable cúpula que ahora ha encontrado en un pequeño grupo de «retornados» el ansiado chivo expiatorio que con tanta desesperación estaba buscando para tratar de salir ilesa y triunfante, si tal cosa es remotamente posible, de esta coyuntura en la que, como al resto del planeta, sí, nos colocaron las condenables actuaciones —y omisiones— de los jerarcas del dictatorial régimen chino, cómplices de los locales en mil componendas, pero sobre todo las de estos, que no han hecho más que mentir sobre su fallida prevención y desarrollo en la nación.
Lo que cabe aclarar en primer lugar es que, dentro de aquel gigantesco universo conocido de emigrantes, de cerca de 6 millones según las estimaciones más aproximadas que han arrojado los exhaustivos trabajos de Tomás Páez y de otros investigadores sobre un fenómeno tan difícil de cuantificar por múltiples factores, principalmente el del componente irregular de esa migración, esto es, el conformado por quienes cruzan nuestras fronteras y las de otros países en sus rutas por los llamados «caminos verdes», los «retornados» representan un muy pequeño porcentaje —apenas un poco superior al 1 % si se toma como referencia la cifra de más de 71 000 que se dio a conocer el fin de semana—.
Lo segundo es que este grupo de venezolanos —que tal será siempre su gentilicio, sin importar lo que digan o hagan los secuestradores de su patria— ha sido retenido, en insalubres condiciones, en zonas fronterizas del territorio nacional por períodos mayores al inicialmente indicado por la Organización Mundial de la Salud para la cuarentena preventiva de personas procedentes de lugares con casos confirmados o sospechosos de COVID-19, a saber 14 días, por lo que no es su retorno en sí, como quieren hacer ver los jerarcas del régimen, sino su «manejo», violatorio de derechos fundamentales, en particular el derecho a la salud, lo que en verdad constituye un peligro para esas mismas personas, por cuanto es muy probable que el que haya llegado sano termine infectado por el nuevo coronavirus, y enfermo por muchas otras causas, en esos campos de concentración en los en semejantes condiciones son mantenidos.
Lo cierto es que la propagación de la COVID-19 en Venezuela ha ocurrido en las sombras y de forma silente —por las manipulaciones y omisiones de información «oficial», y el miedo y la autocensura generalizados— desde antes y al margen de aquel retorno, por lo que no solo es una canallada el que se pretenda culpar a esas víctimas del totalitarismo de tal propagación, en momentos en los que al régimen le está resultando en extremo difícil seguir ocultando su verdadera magnitud, sino que a nadie o a muy pocos se les podrá engañar con tan burda estratagema.
@MiguelCardozoM