Sí, porque tal y como ocurrió en diversas épocas con aquel heterogéneo grupo conformado por nacionales de innumerables países a los que unía, como ahora, una misma fe, hoy constituimos los venezolanos uno de los más expuestos a la persecución y a agresiones de todo tipo derivadas de una amplia gama de prejuicios.
De este conjunto, variado en creencias, opiniones, preferencias, orientaciones y otras características, pero aglutinado por un gentilicio y la condición, el carácter y el sentimiento que le dan forma a la venezolanidad —o mejor dicho, a lo más elevado de ella—, los que reciben la peor parte de los golpes de la insana criatura engendrada por la ignorancia y el odio, a la que dan aliento tales prejuicios, son los millones que han emigrado a otras naciones huyendo de un monstruo tan ruin como aquella; uno cuya sustancia vital, tósigo para los venezolanos, es una infinita maldad.
En todo caso, se trata de un problema que debe ser motivo de alarma y dar lugar al emprendimiento de una acción educativa y solidaria global impulsada tanto por los venezolanos de bien que conformamos el grueso de nuestra sociedad como por todos los que, sin importar su nacionalidad, se dicen defensores de los derechos fundamentales y promotores de los universales valores con los que se desea construir un mundo sustancialmente mejor, aunque para hacerlo hay que entender primero lo que subyace tras él, por cuanto no se puede confundir la bajeza de cierta ralea de politiqueros y de algunos minoritarios segmentos de los países en los que se han registrado condenables ataques a migrantes venezolanos y de otras nacionalidades —como los hermanos colombianos que, al igual que algunos de nuestros compatriotas, acaban de ser expulsados de Chile— con el sentir de las decentes mayorías de aquellos; unas mayorías que comparten con las otras del orbe su apertura a esos valores universales, o al menos cabe creer —yo quiero creer— que así lo es en verdad.
No han sido pocos, verbigracia, los actores gubernamentales de instancias nacionales y locales de un gran número de esos países que, por su retorcido entendimiento del juego político y para evadir responsabilidades en diferentes asuntos, obtener ventajas sobre sus rivales —en el marco del sempiterno y ciego populismo— o sacar provecho de sus clandestinas relaciones con el dictatorial régimen chavista, han convertido a grupos de inmigrantes venezolanos en los expiatorios chivos «causantes» —sin serlo, por supuesto— de todos los males de sus localidades o naciones, avivando en aquellas no tan santas minorías los viejos resentimientos y odios para los que cualquier persona o grupo es buen blanco.
Ejemplos de una de esas viles actuaciones son fáciles de hallar en el gobierno del expresidente panameño Juan Carlos Varela —quien, por cierto, recientemente pasó a engrosar la longuísima lista de los acusados de un sinfín de países por sus ilícitas vinculaciones con ese global agujero negro de la corrupción llamado Odebrecht—, ya que en medio de una avalancha de denuncias de otros casos de ese mismo mal, la corrupción, hechas por prominentes actores de Panamá, entre ellos el siempre amigo de Venezuela, Guillermo Cochez, de pronto surgió una compaña en contra de la «importación de la coima», por parte de venezolanos, a una sociedad para la que, según sus voceros, antes de la llegada de ellos era esta ajena (!).
Otro ejemplo más reciente, y quizá más repugnante, es el de la atribución de la responsabilidad de toda la criminalidad de Bogotá a los inmigrantes venezolanos con la que la alcaldesa de esa amable ciudad, Claudia López, pretendió reducir y subsumir un problema multidimensional dentro de la «cuestión venezolana».
Los ejemplos, por desgracia, sobran, y a ellos se suma ahora la mencionada expulsión de venezolanos y colombianos de Chile, cuyo gobierno, o sectores dentro de este, no debe —o deben— confundirse con la educada y solidaria mayoría de la sociedad chilena, en la que miles y miles de venezolanos han encontrado una miríada de manos amigas, como también las han encontrado en Panamá, Colombia y tantas otras naciones.
Sea lo que fuere, desde la comprensión de lo que a todas luces ha sido en gran parte la inducción de un rechazo, motivada por mezquinos intereses, es que debe actuarse para ponerle coto a la escalada de agresiones en contra de venezolanos en el exilio, máxime porque la sociedad venezolana en su conjunto no puede incurrir en los mismos errores por los que, entre injustas atribuciones y generalizaciones, han sido objeto de un gratuito desprecio muchos de nuestros connacionales. De ahí que el eje de los esfuerzos para derrotarla y prevenir su resurgimiento debe ser educativo.
La denuncia y las acciones legales en contra de los promotores de esas agresiones, verbigracia, debe ir de la mano de una educación en valores para la solidaridad y para la tolerancia y respeto mutuo, y la ayuda humanitaria, por poner otro ejemplo, debe acompañarse de una educación orientada al aprovechamiento del valiosísimo talento humano que a menudo oculta la cara del hambre, la desesperación y la incertidumbre, como aquel que sí supo aprovechar y valorar la sociedad venezolana en sus años de democracia, aun cuando también lo ocultaban similares rostros por las terribles experiencias vividas en guerras y regímenes totalitarios.
Bien se sabe que el problema de fondo es el estado de opresión en el que hoy se mantiene al pueblo de Venezuela y que, entre otras cosas, ha provocado una masiva huida para la que la región no estaba preparada, pero no por ello se puede soslayar lo que este efecto en particular, devenido en causa, ha propiciado, pues hacerlo solo acrecentará de manera exponencial una ya de por sí inconmensurable tragedia.
@MiguelCardozoM
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