OPINIÓN

Valores constitucionales de la propiedad: una materia pendiente en Venezuela

por Emilio Urbina Mendoza Emilio Urbina Mendoza

La reciente aprobación de la Ley Orgánica de Extinción de Dominio ha vuelto a colocar en primer plano -por enésima vez desde 1999- un concepto muy arraigado en el imaginario nacional: la propiedad. Más allá de los predicados necesarios para distinguir su diversidad (vgr. privada, pública, social, comunal, etc.), existe un consenso en Occidente por considerarla uno de los tres conceptos claves y pilar fundamental (dignidad humana, propiedad y democracia pluralista) en la construcción de la historia constitucional.  En efecto, la costumbre humana está intrínsecamente vinculada a la relación -y protección- con los bienes, visto que el progreso material se verifica precisamente en la capacidad para multiplicarlos y generar riqueza, a pesar de la acechante gravosa realidad de escasez crónica de los recursos naturales.

Podrá notar el lector que no hicimos referencia al “derecho de propiedad”, sino, al concepto -a secas- de la propiedad.  Con relación al primero, la tradición venezolana lo asocia -como tautología incontrovertible- a la tríada de atributos configurados e incuestionables desde el Derecho romano: ius utendi (uso), ius fruendi (disfrute) e ius abutendi (disposición).  Desde la década de los cuarenta del siglo pasado, y con mayor énfasis desde la derogada Constitución de 1961, se adiciona al derecho el denominado “interés social” o “interés general” como forma de limitarlo en pro del colectivo. Nada se abordó en estos años sobre los “valores éticos -y previos- fundamentales de la propiedad”. Este cuadro facilitaría una dinámica cotidiana, binaria y a “la venezolana” entre propiedad pública y privada, cada una con sus razones y funcionalidad, pero, prácticamente elevándose como dos categorías de una misma jerarquía.  El resultado fue la consolidación de un imaginario colectivo donde ambas propiedades están tan legitimadas que solo dependerá del ejercicio de la fuerza para que el péndulo termine por favorecer una frente a otra. En pocas palabras, la propiedad en Venezuela dependería del accionar de fundamentalistas de diferentes espectros y variantes ideológicas.

Debemos recordar aquellos años de este siglo donde la expresión ¡exprópiese! era un mantra de arrolladora voracidad sobre los bienes. Cual blitzkrieg, domingo tras domingo, su empleo a niveles frenéticos encerraba más que una apelación a la “funcionalidad expropiatoria”, un revanchismo infantil que años después sería confirmado cuando el actual gobierno ha devuelto buena parte de esos bienes expropiados a sus antiguos propietarios, muchos de ellos, en situaciones de franca destrucción. Sin embargo, debemos notar lo infructuoso de este accionar, pues, el Estado, al quedarse con más y más bienes, también ejerció “su” derecho de propiedad, olvidándose las razones, valores y fundamento por el cual había expropiado. En fin, terminó por comportarse como un arrogante propietario “quiritario” que disfrutaba de “su derecho” sin caer en cuenta que los mecanismos ablatorios de lo privado hacia lo público se justifican para apalancar formas de estímulo a los individuos para el desarrollo económico. Por ejemplo, si se expropia un inmueble para construir una autopista, la finalidad de adquisición es para mejorar la infraestructura al servicio de la propiedad privada, en este caso, facilitando el transporte de mercancías y personas.

A diferencia de otros países del continente, también tributarios del civil law, en Venezuela, salvo la excepción formativa de las diferentes corrientes liberales instaladas en el país, poco o nada se ha estudiado en relación con los valores constitucionales de la propiedad.  Estos valores serían un punto de eticidad previa antes de la configuración del derecho de propiedad, lo que significa, que para contar con la protección -y hacer del exprópiese una forma de inmoralidad- debía cumplirse requisitos éticos compartidos por todos y asimilados por el constituyente como dogma.  En este punto, el lector, incluso si es abogado, podrá cuestionarnos ¿cuáles son esos componentes de moralidad pública previa que debe revestir la propiedad para convertirse en un derecho fundamental protegido por la Constitución?

Increíblemente, a pesar de no comulgar con los liberalismos ni con el socialismo (soy conservador), debo reconocer que han sido los teóricos liberales quienes se han esforzado por racionalizar metajurídicamente a la propiedad. Este cimiento se circunscribe partiendo de que un Estado constitucional de Derecho jamás permitiría un ejercicio arbitrario, caprichoso y egoísta de los derechos, pues, perjudicaría a otros individuos más que al propio Estado. Sin apelar al comodín del “interés público o general”, los liberales entienden que el principal valor constitucional que alimenta al concepto de propiedad es su apropiación a través del trabajo honesto y la fuente “lícita” de realización y riqueza.  Esto quiere decir que lo que sostiene constitucionalmente a la propiedad, como lo expone John Locke, es el trabajo, iniciativa y creatividad del individuo para generar bienes y servicios susceptibles de protegerse a través del derecho de propiedad.

Comprender este apotegma es la clave para entender las razones por las cuales, en el Derecho angloamericano, las organizaciones multilaterales supranacionales, grupos como el GAFI, y los tribunales de derechos humanos (TEDH y CIDH), se aboga por fortalecer los decomisos civiles, autónomos o sin condena penal; y, en nuestro continente, a la extinción de dominio. El trabajo honesto es la única fuente lícita para apropiarnos de la riqueza y los bienes, y de esta forma, poner en marcha los mecanismos propios para hacerlo un derecho de propiedad con peso y jerarquía similar frente a otros como la libertad personal. He allí las razones por la que la extinción de dominio se hace difícil de comprender en Venezuela, pues, no abordamos en esencia a la propiedad, sino que pasamos a defender “en automático” al derecho de propiedad sin reparar si los bienes han sido lícitamente adquiridos. Solo ha importado que es “mío”, sin preguntar si lo obtuviste de forma honesta.

Está claro que unas prácticas sociales de trabajo lícito son las que blindan a la propiedad de medidas erosionantes de otro propietario como es el Estado. Los derechos, como la propiedad, sólo pueden consolidarse mediante la licitud y un ejercicio honesto de las libertades personales para crear riqueza; pues, no puede salvaguardarse “un derecho de propiedad” cuando el origen del bien ha sido por vías “ilícitas” o en fraude a la ley, como en efecto, ha ocurrido en los casos donde el Estado abusivamente echa guante a la expropiación y al trivializa como un comportamiento rutinario.