Tomamos a las novelas distópicas cual grandes parábolas de las sociedades tal como tememos que puedan llegar a ser, sometidas al dominio del estado totalitario que se convierte en una máquina de control constante de las relaciones privadas, y aún de las conciencias.
Cuando hablamos de distopías nuestro referente más común es 1984 de George Orwell, publicada en 1949, donde la dictadura consigue la perfección de sus instrumentos de dominio, y el célebre Gran Hermano, omnipresente líder supremo de Oceanía, el nuevo estado distópico, nos vigila a todos desde las pantallas. Se trata de un poder absoluto orquestado desde el partido único, creador de una nueva realidad que puede ser borrada y vuelta a escribir de acuerdo a las necesidades de la ideología oficial.
Los regímenes distópicos imponen la felicidad a la fuerza, bajo un molde uniforme de conducta. Es lo que nos enseña una novela anterior a la de Orwell, Un mundo feliz, de Aldous Huxley, publicada en 1932, el valiente mundo nuevo que Miranda ofrece en La Tempestad de Shakespeare, bellas criaturas, bella humanidad. En este mundo nuevo reinan la paz y el bienestar, pero los seres humanos son fabricados en laboratorios y vienen al mundo clasificados en castas, y la educación se recibe no en aulas, sino por medio de trances hipnóticos en que las mentes escuchan repetirse las consignas hasta quedar fijadas en la memoria.
Si en 1984 Oceanía es un nuevo país formado por lo que en un tiempo fueron Inglaterra, Estados Unidos y parte de África, El cuento de la criada de Margaret Atwood, novela de 1984, ocurre en un futuro incierto en Gileaad, que antes fue Estados Unidos, donde una secta de fanáticos fundamentalistas consuma un golpe de Estado e impone un régimen teocrático de corte policiaco. Bajo el más estricto puritanismo patriarcal, las mujeres solamente son útiles para parir hijos, si no las amenaza la ejecución, o el destierro.
Las sociedades que estas novelas describen, sometidas por tiranías totales a un pensamiento único y a un férreo control social, y que buscan destruir al individuo anulando sus libertades, son distopías que no se quedan en la imposibilidad de la ficción. Lejos de funcionar sólo como parábolas de lo que rechazamos como futuro sistema de vida, fueron posibles en el siglo pasado, el siglo de los grandes modelos totalitarios, y lo siguen siendo en el siglo veintiuno, cuando se multiplican las amenazas contra la democracia, aún allí donde más firmes sus instituciones nos parecen.
Los totalitarismos arquetípicos del siglo veinte, tal como los describe Frank Dikötter en su libro Dictadores, podemos verlos como distopías reales: se basaron en un partido único bajo una ideología única, y para funcionar como máquinas implacables de poder dependieron de un líder supremo e infalible, su figura omnipresente cultivada con esmero y constancia; desde aquellos que surgieron de Europa Occidental misma, en países donde las democracias liberales se hallaban en estado de deterioro, Hitler o Mussolini, hasta los que fueron el fruto de cataclismos revolucionarios y guerras, como Stalin, Mao Zedong y Kim Il-sung, convertidos en emperadores resurrectos, y rodeados de un aura mitológica.
En las distopias imaginadas, y en las reales, el líder único pasa a tener una imagen omnipresente en la vida de los ciudadanos, y su imagen, expuesta de manera permanente, llega a ser deificada a través de los aparatos de propaganda que se empeñan día a día en mantener vivo eso que en la mercadotecnia totalitaria se ha llamado el culto a la personalidad. El Gran Hermano, que está siempre en las pantallas, es también un actor teatral, todo el tiempo en el escenario, actuando para el gran público. Una lección bien aprendida, o que pueden enseñar bien, en América Latina, figuras de manual como Juan Domingo Perón, Leónidas Trujillo, “Papa Doc” Duvalier, Fidel Castro, o Hugo Chávez.
Quizás ninguna otra novela distópica reciente nos acerque mejor a la realidad actual, y nos coloque en el terreno de lo ya visto y vivido, que La canción del profeta, de Paul Lynch, ganadora del Booker Prize en Inglaterra el año pasado.
No ocurre en ninguna época lejana, ni en un país mitológico, sino en la Irlanda real, en tiempo presente. Un partido de corte totalitario llega al poder, decreta la suspensión de garantías, y bajo el estado de excepción desata una ola represiva que lleva a opositores y disidentes a las cárceles, reprime a balazos las manifestaciones, siembra el terror en los hogares, se multiplican las desapariciones; se crea entonces un estado de rebeldía, y se desata la guerra civil.
Se trata de una novela de impecable factura, escrita en tonos sombríos y que no descuida nunca la tensión, que crece a medida que progresamos en conocer la suerte del personaje central, Eilish Stack, una madre de familia que ve cómo su mundo es destruido bajo el peso de la implacable persecución política que ejecuta la policía secreta, la prisión de su marido Larry, el bombardeo de su casa, la muerte de sus hijos, la huida a través de la frontera con Inglaterra junto con miles de otros que emigran en busca de refugio, en manos de bandas de traficantes de personas.
Todo parece inaudito porque ocurre en un país donde hasta el día anterior funcionaban las reglas democráticas, las garantías constitucionales, los tribunales de justicia, los medios de comunicación independiente, todos esos factores de la vida cotidiana que se dan por sentados. ¿Pero qué si de pronto aparece un nuevo gobierno que niega todo eso? Ha habido un golpe de Estado, o peor, ese gobierno ha sido elegido libremente por los propios ciudadanos.
La distopia, lo estamos viendo, se nos puede volver una historia cotidiana. No es sólo que tememos que pueda llegar a ocurrir. Ha ocurrido, está ocurriendo. Muchos lo hemos vivido en carne propia. Es la distopia posible, la distopia real. La distopia que tenemos a las puertas. Es el ángel con la espada llameante que te expulsa del paraíso democrático.
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