La irrupción de la pandemia ha desatado, en todo el planeta, una amplia discusión sobre los parámetros éticos que deben guiar los procesos de vacunación. Puede decirse, de modo afirmativo, que debe ser el más importante debate que se ha producido en los últimos años, en tanto que ha puesto sobre la mesa asuntos esenciales concernientes a la relación entre el poder y los ciudadanos.
Casi simultáneamente al anuncio de que los grandes laboratorios estaban avanzando en el desarrollo de vacunas para alcanzar algún nivel de inmunidad ante el ataque del virus, apareció la pregunta sobre quiénes deberían ser los primeros vacunados. Puesto que la oferta y el flujo inicial de las vacunas era notoriamente inferior a la demanda, resultaba obligante definir en qué orden se aplicarían. En España y en otros países, por ejemplo, se estableció que la prioridad la tendrían unos determinados grupos de riesgo: profesionales de la salud, funcionarios de los organismos de seguridad, trabajadores de ámbitos esenciales como los de la alimentación y, como se sabe, las franjas demográficas más vulnerables, personas que sobrepasan los 80 y los 90 años. Cumplida su vacunación, como ya ha ocurrido, se avanzaría hacia otros grupos de la sociedad. El orden ético ha sido determinante para establecer el orden sanitario.
En muchos lugares se han producido fuertes reacciones en contra del abuso de ciertos poderosos –gobernantes, políticos, funcionarios con autoridad–, que se las han arreglado para no esperar su turno, y ser vacunados, desconociendo los criterios establecidos. Muchas de estas personas han sido denunciadas, destituidas de sus cargos, han sido obligadas a renunciar o expulsadas de las organizaciones políticas a las que pertenecían. La ciudadanía ha reaccionado y condenado estos evidentes abusos de poder.
Con la misma intensidad, el otro asunto que ha sido materia de análisis, reflexión y decisiones, es la delicada cuestión del acceso de los países pobres a las vacunas. Consideraciones humanitarias, políticas y sanitarias han confluido para promover distintas iniciativas que permitan llevar las vacunas a quienes no tienen recursos suficientes. De no hacerlo, el riesgo es enorme, no solo para los habitantes de las naciones carentes de recursos: también para los países ricos, porque en estos tiempos globalizados, evitar que el virus viaje de un lugar a otro, es simplemente imposible. Hasta por razones prácticas y por preservarse de posibles nuevas olas, es deber de los países ricos contribuir a los procesos de vacunación de las naciones que no tienen como pagarlas.
En medio de este grueso panorama que he comentado hasta aquí, aparece la perversa e irregular situación de Venezuela, bajo el régimen de Maduro. Si lo resumo en una frase digo lo siguiente: lo han hecho todo para que la pandemia adquiera las proporciones de una catástrofe. En primer lugar, reaccionaron tarde y minimizando el peligro que representaba el virus. A continuación, comenzaron a desinformar y a perseguir a médicos, paramédicos, academias y periodistas que advertían lo que estaba ocurriendo y sobre lo que podría venir (de hecho, todavía hoy, en Venezuela no se sabe cuántas personas han fallecido, cuántos son los contagiados, ni tampoco hay proyecciones oficiales sobre las tendencias posibles de la pandemia). Un tercer capítulo de esta política criminal han sido los anuncios de Maduro de gotas milagrosas, vacunas que no han llegado nunca, dotaciones hospitalarias inexistentes, declaraciones que se hicieron para simular que el régimen tenía la pandemia controlada. Los hechos han demostrado que se trato siempre de mentiras, unas tras otras.
El episodio por el cual rechazaron hacer uso del mecanismo Covax, para evitar un acuerdo con el gobierno interino encabezado por Juan Guaidó, debe ser una de las más aberrantes decisiones tomadas por el régimen, cuyo resultado no es otro que más muerte para las víctimas del virus, más retrasos en los programas de vacunación, mayor propagación de la atmósfera de incertidumbre y desesperanza que castiga al conjunto de la población venezolana.
Pero eso sí, apenas llegaron las primeras dosis, Maduro y su familia, los enchufados y sus familiares se apropiaron de ellas y se vacunaron, a plena luz del día, para que no haya dudas sobre quién detenta el poder, con qué impunidad lo ejerce, y que toda esa exhibición está basada en un abierto e inocultable desprecio por la sociedad venezolana. Es una política de indiferencia, de desprecio por las vidas de millones de personas.
Y, como corolario de todo lo anterior, ha aparecido recientemente el aberrante anuncio de que los programas de vacunación beneficiarán a los titulares del carnet de la patria, lo que lleva a un extremo abominable el programa de exclusión política y social, que ha sido sistemático, tanto con Chávez como con Maduro. Al exigir el carnet de la patria se convierte la vacuna en un instrumento de extorsión, como ha ocurrido con los alimentos, con el acceso a la atención médica, con los pocos empleos disponibles en el sector público, con bonos y repartos, y con todo aquello que ha sido robado a los venezolanos, para el provecho de un régimen corrupto y aliado de la narcoguerrilla. También las vacunas, violando preceptos éticos y códigos deontológicos, se proponen usar las vacunas como instrumentos de sometimiento.