Hace apenas tres semanas, a propósito de las acciones —y omisiones— del opresor régimen chavista que se han traducido en obstáculos al acceso de la población venezolana a las vacunas contra la COVID-19 —empezando por las de AstraZeneca que se le reservaron al país en el marco de la iniciativa COVAX y cuyo pago ha sido impedido por aquel emporio del tráfico de la necesidad—, manifesté en el artículo de opinión que a la sazón publiqué en este mismo diario mis justificadas reservas sobre el cumplimiento de las metas de producción del número de dosis de la vacuna Sputnik V que Putin se comprometió a suministrarle a corto plazo a varias naciones, incluida Venezuela. Pocos días después, este reconoció ante la opinión pública mundial que Rusia no está en la capacidad de producir un sustantivo porcentaje de ellas.
Por su parte, en el Corriere della Sera se ha expresado recientemente preocupación por lo que, según lo que allí se indica, podría constituir el gran escándalo del año de corroborarse que el incumplimiento de los términos de los acuerdos de suministro de algunas de las vacunas contra la misma enfermedad, a decenas de países, se debe al desvío de dosis hacia una suerte de mercado negro en el que las casas farmacéuticas que las desarrollaron están hallando mejores postores —aunque hasta ahora no pasa ello de una mera conjetura entre muchas suscitadas por la supuesta aparición de esas dosis fuera de las esferas delimitadas en tales acuerdos—.
A otros hechos y similares sospechas se podría aquí hacer referencia, pero el punto es que en el contexto al que estos le vienen dando forma, uno en el que cada vacuna cuenta, ha surgido el no tan sorpresivo fenómeno de la vacunación por amiguismo y otras condenables razones que, a su vez, ha desatado una tormenta de indignación y críticas en todos los lugares donde semejante práctica se ha descubierto y que en su mayoría, valga la oportuna digresión, son reductos del mismo comunismo en el que un sinfín de desviaciones han constituido, durante 103 años, el reflejo de la inconfesada norma de conducta de los pontificadores de la «solidaridad».
La indignación y la rabia ante esto son más que comprensibles, como lo es también el que en Venezuela sean aquellas aún mayores, porque a diferencia del solapado modo en el que tal práctica ha tenido lugar en otras latitudes, aquí la adereza el desparpajo con el que, a falta ya de cualquier vestigio de pudor, sus secuestradores, los viles y sádicos opresores de su sociedad, la convirtieron en pública declaración de desprecio a ese conjunto del que, aunque en minúscula proporción, forman igualmente parte los pocos ingenuos que todavía los apoyan.
Cómo podría en todo caso importarles esto si el único apoyo que ellos desean mantener es el del estamento militar en el que, para su mayor deshonor, si es que de virtudes, méritos y otras prendas algo queda en lo que alguna vez fueron las fuerzas armadas de los venezolanos, no se ha dudado en anteponer el propio bienestar al de los más vulnerables.
Más allá de esa interesada procura del bienestar de quienes componen su armado sostén, los miembros de la nomenklatura criolla solo han velado y seguirán velando por ellos mismos, con el agravante de que su infinita mezquindad está indisolublemente unida a una maldad como pocas, y es justamente por este motivo que la vacunación en cuestión tiene en Venezuela un cariz distinto; uno más oscuro y vinculado al inocultable empeño destructor que no ha dejado de guiar las acciones —y omisiones— del opresor régimen chavista.
@MiguelCardozoM
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