OPINIÓN

¿Va América Latina rumbo a su peor deriva?

por Miguel Henrique Otero Miguel Henrique Otero

En diferentes análisis publicados en los últimos tiempos, importantes politólogos de varios países sostienen que es difícil alcanzar una conclusión sobre una posible inclinación política en América Latina: los comportamientos pendulares observados en las últimas tres décadas impiden concluir si predomina una tendencia hacia la izquierda o hacia la derecha. Y, en alguna medida, demuestran el vaivén con la revisión de los resultados electorales en varios países: el Chile que pasó de Piñera a Bachelet y luego, otra vez, a Piñera; la Argentina que saltó del kirchnerismo a Macri y luego regresó; el Brasil que cambió los gobiernos del Partido de los Trabajadores por el actual de Bolsonaro; la Colombia que dejó atrás el período de Santos, para apostar por un cambio con Iván Duque.

Estas lecturas, por lo general, coinciden en esto: lo que es claro, es que hay una marcada tendencia electoral, a votar en contra de los gobiernos. En el continente hay, como en el resto del mundo, un malestar generalizado y creciente, que sobrepasa la capacidad de respuesta de la política y de las instituciones. La espesa atmósfera que venía cargándose desde 2015, aproximadamente, con la caída mundial de los precios de las materias primas, ha empeorado con la pandemia. El espacio público está tomado por una rabia, por una violencia latente o manifiesta, que no encuentra hacia dónde dirigirse. Cuando toca el turno de los procesos electorales, entonces el elector, muchas veces sin medir las consecuencias de sus actos, castiga con su voto, sin preguntarse cuál podría ser el rumbo que tomarán las cosas, producto del cambio de gobierno.

De forma paralela a este debate, y esto es fundamental, otros estudiosos se interesan por el carácter de la izquierda en América Latina. Y advierten: hasta finales del siglo XX podían deslindarse, con bastante nitidez, dos tendencias: una izquierda de carácter democrático, muy próxima a las posturas más progresistas de la socialdemocracia, y una izquierda radical, eterna deudora del castrismo, promotora de la confrontación y la violencia y, en lo esencial, enemiga histórica de los valores democráticos y el Estado de Derecho.

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Con la llegada de Chávez al poder, esa frontera fue arrasada. Tres cosas cambiaron, quién sabe por cuánto tiempo. Una consistió en el uso, de forma simultánea, de estrategias seudodemocráticas con estrategias de violencia (por ejemplo, simular procesos electorales y destruir instituciones como el Poder Judicial). Otra fue la de convertir la institución armada en un partido militar, es decir, en una estructura militante, concentrada en el objetivo de reprimir e impedir el libre ejercicio de la disidencia y los derechos políticos de los ciudadanos. La tercera fue la de borrar los límites entre lo legal y lo ilegal. Chávez, y esta debe ser su principal aporte a la acción política en América Latina, incorporó como parte de su operación, al narcotráfico, las bandas delincuenciales, el paramilitarismo, la corrupción masificada, el tráfico de mercancías, el lavado de dinero y más. En síntesis: convirtió a la delincuencia organizada en uno de sus fundamentos para el control social, la represión y la instauración de una atmósfera social de miedo.

Esta es la nueva izquierda que, ahora mismo, está creciendo en América Latina: inescrupulosa, corrupta, asociada a mafias nacionales e internacionales, descaradamente exhibicionista, ajena por completo a las causas sociales, indiferente a la pobreza, sin causas reales que no sean la del enriquecimiento y la concentración del poder, desprovista de programas económicos, demagógica, patológicamente mentirosa, a menudo integrada por individuos de comprobado historial delictivo y, esto es una de sus grandes ventajas, sustentada por los recursos de China y Rusia, y organizada a través de entidades como el Foro de Sao Paulo, operadores financieros especializados en el blanqueo de capitales y por medios de comunicación, periodistas, políticos y organizaciones distribuidas en todo el mundo, que las alimentan, las apoyan y las promueven. Sin duda, un enorme poder.

Y este es el escenario, la perspectiva en América Latina, al menos, de aquí a 2030: en México, un López Obrador cada día más extremista, especialista en distorsionar la historia, al frente de un gobierno dedicado a sostener al castrismo, y que cuenta todavía con un sólido apoyo popular. En Perú, un gobernante recién electo, que pasea su ignorancia como si ella fuese el fruto legítimo de la identidad nacional, y que, una frase aquí y otra allá, ha anunciado medidas que apuntan a la destrucción de la economía peruana. En Chile, en medio de un proceso constituyente, claramente dominado por ideas y propuestas antisistema, y unas mediciones que advierten el inminente triunfo de la izquierda más enloquecida. En Colombia, un estado de cosas que guarda alguna lejana semejanza con Chile: Gustavo Petro, un sujeto que fue parte de la criminal guerrilla del M-19 y que ha sido grabado recibiendo un fajo de billetes, encabeza las proyecciones para suceder al presidente actual, Iván Duque. En Brasil, uno de los principales promotores del Foro de Sao Paulo, expresidiario y expresidente, así como operador internacional de la empresa Odebrecht, Lula da Silva, encabeza las encuestas para suceder a Jair Bolsonaro. En Argentina, basta seguir, aunque sea de forma somera, a la gran prensa de ese país, para constatar el proceso de radicalización que se está produciendo en el gobierno de Alberto Fernández.

Y así. Se podrían sumar muchos otros datos y tendencias en curso, que sugieren que, al contrario de los que prevén su posible fin en un relativo corto tiempo, Cuba, Venezuela y Nicaragua están ahora mismo en proceso de aguantar este momento de adversidades, porque en 2022, primero en Colombia (mayo) y a continuación en Brasil (octubre), los posibles triunfos de Petro y Lula podrían ser el inicio de una nueva etapa de fortalecimiento de sus respectivos cruentos y perversos poderes.

Quiero decir: los temores no son infundados. Podemos estar en la antesala de una debacle social, política y económica, un masivo empobrecimiento en todos los sentidos, de las sociedades de nuestro continente. Es lo que anuncia el horizonte.