Extraña y sorprende la democracia uruguaya. Una democracia en la que los presidentes empiezan y terminan su mandato en tiempo y forma, no pueden (ni buscan) ser reelegidos sin mediar otro período, le entregan los atributos del mando a su sucesor de otro partido y siguen compartiendo con total naturalidad ceremonias y eventos públicos en su país y también en el exterior, donde incluso asisten juntos a la asunción de otros presidentes.
Que esto extrañe y sorprenda habla bien de los uruguayos y no tan bien de nosotros, un “nosotros” que se extiende en las democracias de la región, donde la estima y la confianza de (y entre) los políticos está por el suelo, sobre entramados sociales y políticos fuertemente desgarrados por la polarización y el descontento.
A la asunción de Luiz Inácio Lula da Silva, el 1° de enero en Brasilia, asistieron 13 presidentes y jefes de Gobierno de todo el mundo. Pero Uruguay dio la nota: estuvo representado por el presidente Luis Lacalle Pou, quien estuvo acompañado por los expresidentes Julio María Sanguinetti y José “Pepe” Mujica. La imagen del flamante presidente brasileño rodeado de los tres mandatarios uruguayos fue elocuente. Una foto similar, por caso, del actual presidente argentino Alberto Fernández y su antecesor Mauricio Macri viajando juntos a ese acto hubiera resultado algo descabellado, inimaginable. Ni que hablar del resto de las representaciones de países limítrofes (Paraguay, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela) en las que gobernantes y opositores se consideran mutuamente como enemigos acérrimos.
Y no es que para los demás gobiernos no fuera trascendental el regreso de Lula al gobierno por tercera vez. De hecho, el flamante presidente brasileño irá a Buenos Aires en su primer viaje al exterior, para asistir a la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) el 23 y 24 de enero, y se anticipa la firma de importantes acuerdos para revitalizar el alicaído Mercosur y los vínculos bilaterales, que están reducidos al mínimo durante la gestión de Bolsonaro.
Pero, para Uruguay, los asuntos que marcan la política exterior no tienen nada que ver con afinidades político-partidarias u orientaciones ideológicas de los gobiernos: al representar al país en un gran acontecimiento internacional, se expresan conjuntamente las voces de sus líderes. Este gesto, lejos de una imagen meramente protocolar o formal, adquiere un gran carácter simbólico y una elocuente demostración de continuidad institucional y republicana, que refuerza su significación regional luego de los sucesos del pasado domingo 8 de enero en Brasilia, porque toda la dirigencia política, con algún grado de responsabilidad, de todos los países latinoamericanos, debería poner sus barbas en remojo frente al intento de golpe de Estado en Brasil. Las campanas suenan por todos ellos, por todos nosotros.
Uruguay parece ser una excepción en el panorama global y regional: encabeza los rankings de democracia en América Latina y el mundo. En el índice anual 2022 que publica The Economist ocupa el decimotercer puesto a escala global y también se erige como la nación líder en democracia en América Latina. Este informe analiza la situación de 167 países y evalúa medidas como proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política, democrática y libertades civiles.
En 2022, Uruguay aumentó su puntuación de 8,61 a 8,85 de 10 y quedó primero en el ranking de América Latina, y por encima de Costa Rica y Chile. Con esta evaluación, el país charrúa es calificado de “democracia plena”, situación que vive solo 6,4% de la población mundial, según The Economist.
El reporte coincide con otras estimaciones que vienen señalando el retroceso de la democracia, puesto que en 2020 la puntuación general era de 5,37 de 10 y en 2021 cayó a 5,28. En América Latina la caída fue más fuerte, pues tuvo un descenso de 0,26 puntos con respecto al 0,22 de América del Norte y 0,16 de Asia y Australia.
En ese panorama se distingue un pequeño país que muestra su fortaleza ante el más grande, y un ejemplo para una región afectada por la vacancia de liderazgos y estadistas, en la que la convivencia entre los grupos de oficialismo y oposición se ha roto o ha dejado de ser un valor. A su vez, nos señala la importancia de los acuerdos fundamentales para mover un país (y una región) en una u otra dirección, más allá de la orientación de sus gobiernos.
En otros términos, la manera en que vamos a encarar el viaje es tan importante como saber hacia dónde nos proponemos viajar como país. Y Uruguay ofrece su ventaja comparativa en esa materia que merece ser vista como un ejemplo por seguir antes que como una excepción a la regla en el actual contexto regional, que se presenta como un verdadero campo minado.
*La versión original de este texto fue publicada originalmente en Clarín, de Argentina
Fabián Bosoer es cientista político y periodista. Editor jefe de la sección “Opinión”, de Clarín. Profesor de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, la Universidad Argentina de la Empresa (UADE) y FLACSO-Argentina. Autor de «Detrás de Perón» (2013) y «Braden o Perón. La historia oculta» (2011).
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