Como bien se ha recordado en estos días, el 22 de diciembre de 1721, por real cédula de Felipe V, del entonces Colegio Seminario de Santa Rosa de Lima surgió el primer centro de estudios universitarios de Venezuela, la Real Universidad de Caracas, a la que un año más tarde, mediante bula apostólica de Inocencio XIII, se le concedieron las «ventajas» de las que gozaban las instituciones de enseñanza amparadas por el papado, motivo por el cual pasó a denominarse Real y Pontificia Universidad de Caracas, aunque tanto aquellas como el hecho mismo de la creación de esta, en cuanto iniciativa de la Corona, implicaban en realidad la instrumentalización de una necesidad del momento, la de la instrucción formal y la respectiva acreditación o titulación como vía para alcanzar anheladas posiciones dentro de la Administración colonial, en el marco del afianzamiento de una visión del mundo alineada con los intereses del monarca español, por un lado, y de la Iglesia católica, por otro.
Esto, por supuesto, debe verse sin el deformador prisma del presentismo, puesto que, verbigracia, para un rey formado en la idea del derecho divino y del cumplimiento de una voluntad suprema por la que había sido «elevado» sobre el resto de los hombres, la libertad y otros valores se encontraban dentro de los lindes de esa única «verdad» que él —o ella— encarnaba en cuanto «intermediario» de Dios, por lo que la creación de instituciones como las universitarias no constituía en aquel contexto una suerte de maniobra para la manipulación de los más, sino el producto de un predominante pensamiento que hacía concebirlas como parte de un preestablecido orden «natural», y de hecho, como lo demostró Rafael Fernández Heres¹, el propio Felipe V y algunos de sus sucesores, principalmente Carlos III, lejos de utilizar la Universidad de Caracas como arma en la comisión de tropelías para la opresión de la sociedad venezolana, tendieron por el contrario a actuar en favor del equilibrio del poder en ella y de una justicia —según lo que por esta entendían en función del mencionado pensamiento— de la que en no pocas ocasiones se beneficiaron los miembros de la comunidad académica, lo cual se evidencia, por ejemplo, en las numerosas reales cédulas con las que se dirimieron asuntos en los que, ora se fortaleció la autoridad de figuras como la del maestrescuela, ora se frenaron sus excesos y resultaron reivindicados el rector, el claustro y otros actores, incluyendo estudiantes.
Sea lo que fuere, la historia de tensiones posterior a acontecimientos que, de acuerdo con Alberto Navas Blanco², fueron motivos de celebración en la sociedad caraqueña, esto es, tanto la noticia del establecimiento de su primera universidad como su inauguración oficial en 1725, da cuenta de la procura de la libertad como constante en la formación de una identidad nacional que no fue en principio un proceso consciente, por cuanto la aspiración en la sociedad venezolana durante buena parte del siglo XVIII no apuntó a la construcción de un país independiente, sino a la medra individual y de los clanes locales dentro de una patria, la española, que aún ocupaba ese lugar en el ideario de aquella colectividad, si bien la semilla de la Ilustración y del librepensamiento, y por tanto de la inconformidad, germinó pronto en las mentes de quienes, como se desprende de lo señalado por el mismo Navas Blanco³, no solo pudieron tener contacto con los conocimientos e ideas más avanzados a la sazón gracias a un entorno en el que el control y la censura oficial no se ejercían de un modo tan estricto como en otras partes del Imperio —paradójicamente, quizá fue ello en gran medida una feliz y muy útil consecuencia del idiosincrásico bochinche que nos acompaña desde los tiempos anteriores a la constitución de nuestra república—, sino que además se forjaron en los viejos conflictos derivados de la dependencia de centros externos de poder, como la Real Audiencia de Santo Domingo y el Virreinato de Santa Fe de Bogotá.
En ese proceso, la Universidad de Caracas desempeñó un papel central al erigirse en punto de confluencia de personajes, con una muy distinta visión del mundo, que tuvieron incluso que sortear las dificultades que entrañaba la dinámica de un centro del «saber» que, por su supeditación a las ideas monárquicas y eclesiales, se sumaba a menudo a los otros factores que constreñían las auténticas libertades, y no es casualidad que actores clave en el largo camino independentista, como Francisco de Miranda, el mayor de sus precursores, y Andrés Bello, integrante del selecto grupo de maestros que contribuyeron a enriquecer el espíritu del futuro Libertador y valioso asimismo por su propia obra inconmensurable y universal, hayan salido de sus aulas, pues la Universidad fue desde sus orígenes, y pese a ella misma en sus primeros años como institución del poder al servicio del poder, un foco de contracultura, de disrupción, de sueños de algo mejor. No obstante, a tal esencia se han opuesto, en sus trescientos años de vida, tanto los más variados intereses de grupos movidos por su ambición de ese poder como aspectos culturales de la sociedad venezolana que han permeado en sus espacios y en su quehacer. Después de todo, no es aquella una entidad separada de este cuerpo social, sino «materia» de él y causa a su vez de su disposición en cada momento por ser uno de sus centros neurálgicos.
Esto se puso de manifiesto, sobre todo, en las décadas que siguieron a la reforma de 1827 con la que Bolívar y Vargas, aparte del cambio de la denominación que con el tiempo se transformó en eje de una permanente misión emancipadora dentro de la república que concibieron los eventos de 1830, a saber, Universidad Central de Venezuela, le abrieron la puerta de la autonomía financiera y hasta cierto punto de la académica y de la necesaria para regirse a sí misma, en virtud de las constantes intervenciones que alcanzaron su clímax en la completa supresión de esa autonomía y en el expolio del patrimonio universitario perpetrados por Antonio Guzmán Blanco, el «ilustre», que se tradujo en una nociva dependencia del Estado que desde entonces se convirtió en el principal instrumento utilizado por los tiranos y sus cómplices para tratar de ejercer sobre ella un perverso control o, como ahora, para intentar paralizarla por conducto de su asfixia presupuestaria.
Este ha sido el escenario casi invariable, salvo por los mejores momentos del breve paréntesis democrático del siglo XX, en el que estudiantes, profesores y, en diversas ocasiones, las propias autoridades universitarias han luchado por mucho más que la libertad académica. Pero esa lucha por una libertad individual y colectiva, guiada en algunos períodos de manera inconsciente y en otros desde su clara comprensión por los mismos valores que componen la argamasa axiológica del actual marco universal de los derechos humanos, se ha topado, también de esa forma, con la mezquindad, la cortedad y la mediocridad que, sin ser el común denominador, han recorrido por décadas sus pasillos causando un inmenso daño, y es a partir del reconocimiento y la convergencia de esfuerzos para su enfrentamiento, tanto en la Universidad Central de Venezuela como en el resto de las instituciones de educación superior del país y en la sociedad venezolana en general, que se podrá consolidar una verdadera fuerza que socave las bases que sostienen el delincuencial régimen que hoy la oprime y que sí impulse de manera efectiva un ulterior desarrollo nacional.
La historia de la primera y más importante universidad de Venezuela no es, por consiguiente, la de la libertad ya conquistada por la ficción de una autonomía que nunca ha sido en realidad absoluta independencia, ni aun en los tiempos de la perdida democracia del país, sino la de una búsqueda continuamente obstaculizada por aspectos culturales a cuya superación ella, al igual que las otras instituciones de nuestro sistema educativo, más allá de pasados y presentes logros y relevantes aportes, no ha sabido ayudar, y de esto es palmaria evidencia la ausencia de un movimiento intelectual y ciudadano capaz de contrarrestar la inicua influencia que de modo solapado, en algunos casos, y patente, en otros, ejerció la llamada izquierda en los últimos cuatro decenios del siglo XX venezolano, sobre todo en las aulas universitarias.
Claro que en este instante, producto de la devastación provocada por la totalitarista bestia que esas fuerzas antidemocráticas engendraron y por los efectos de una dinámica global en la que se han venido usurpando las diversas iniciativas reivindicativas para transformarlas en camuflados resortes contra la libertad, algunos sectores de la nación están experimentando un lento pero prometedor despertar de conciencia que, al menos, ya comienza a hacer distinguir lo inconveniente de aquello que puede erigirse en sólido pilar de una Venezuela libre, funcional y encaminada a la materialización de la mejor versión de sí misma, aunque, sin duda, no implica ello su superación, por cuanto una cosa es saber que un determinado conjunto de actitudes, prejuicios y formas de actuar es perjudicial, y otra muy diferente el cambio que dé lugar a formas de ser, de relacionarse y de proceder distintas. Sin embargo, ese terreno fértil para una nueva mentalidad puede y debería ser aprovechado en la siembra de la idea de un modelo de universidad que responda a las necesidades del país por construir y cuya piedra angular, en el aquí y en el ahora de uno reducido a cenizas, no sea otra que la acción emancipadora que de manera significativa contribuya a establecer el imperio de la libertad requerido para emprender tan ardua labor.
En tal modelo, sin desechar lo que funcionó de aquel que le dio a una miríada de venezolanos las herramientas para la creación de la importantísima obra inmaterial de la que tantos beneficios se obtuvo en la segunda mitad de la pasada centuria, la autonomía debe adquirir un significado más profundo y reiniciar en la posibilidad del autosostenimiento de las universidades públicas y, como muchos han propuesto durante años, en unas muy diferentes nociones del reconocimiento y de la recompensa por los méritos y aportes, sin las ataduras que han impedido, verbigracia, que los que más contribuyen en lo académico, en lo científico, en lo tecnológico, en lo cultural, en lo social y en otras facetas obtengan mejores salarios y beneficios que los establecidos para los distintos niveles del escalafón, que en todo caso debió siempre considerarse como mera referencia —justo lo que jamás ha sido, tanto por la dependencia económica como por incontables lastres mentales—.
Las tareas son muchas y el horizonte incierto, pero hoy celebro, como el grueso de la nación, la vida y la resistencia de la universidad que tan importante fue en mi formación profesional y ciudadana, y por lo apuntado hago votos para que su comunidad, las de las otras que conforman el subsistema nacional de educación superior y los demás venezolanos sepamos iluminar el camino hacia su necesaria mejora y la del resto de las instituciones universitarias, por el bien del país. Y si ese es el camino que una amplia mayoría finalmente elige, se contarán mis esfuerzos por lograrlo entre los de los millones de mis conciudadanos de bien que, estoy seguro, no dudarán en trabajar con el mismo amor y ahínco por las universidades venezolanas y por Venezuela en tal escenario.
Notas
¹ FERNÁNDEZ HERES, Rafael. Relaciones entre el Estado y la universidad en Venezuela (1721-1999): prospecto para una línea de investigación. En: Luis E. RODRÍGUEZ-SAN PEDRO BEZARES y Juan Luis POLO RODRÍGUEZ, eds. Saberes y disciplinas en las universidades hispánicas. Salamanca, Universidad de Salamanca, 2005, pp. 227-260.
² RIVERA, Nelson. 300 años de la UCV: habla Alberto Navas Blanco. El Nacional [en línea], 12 de junio de 2021 [consultado el 23 de diciembre de 2021]. Disponible en https://bitlysdowssl-aws.com/papel-literario/300-anos-de-la-ucv-habla-alberto-navas-blanco
³ NAVAS BLANCO, Alberto J. El rey Felipe V de España y la fundación de la Universidad de Caracas en 1721, hoy Universidad Central de Venezuela [en línea]. Caracas, Biblioteca EBUC-UCV, 2021 [consultado el 23 de diciembre de 2021]. Disponible en http://www.ucv.ve
@MiguelCardozoM
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