En Venezuela después de la Guerra de Independencia y la Guerra Federal, no hay otro hecho tan trascendente como el del 18 de octubre de 1945. Ahora reducirlo a un vulgar golpe de Estado y algunos asegurando que el gobierno de Medina Angarita fue un gobierno completamente democrático, como el de López Contreras, que también lo conspiró, es hablar de una terrible simplicidad. A casi 80 años de los acontecimientos de esa fecha, esos acontecimientos han sido macerados suficientemente por historiadores y politólogos que lograron otros enfoques y perspectivas diferentes, terreno fructífero que da cuenta de los grandes aciertos y logros y, faltando poco, descubre auténticos errores y vicios que, en buena parte, los corrigieron la experiencia inaugurada en 1958. De modo que esa frase fácil, hiriente, malintencionada y repetida hasta el cansancio, contra una revolución que lo fue, por ejemplo, según la conclusión a la que arribó Manuel Caballero, u otro ejemplo, Germán Carrera Damas, no tiene ni la más remota posibilidad de parecerse a todos los 4 de febrero de 1992 del mundo que la vanidad del chavismo intenta infructuosamente equiparar. Quien no esté de acuerdo con estos autores, no puede despachar el asunto con tres consignas, sino refutarlos en términos científicos.
El programa del 18-O no fracasó; por el contrario, se cumplió a cabalidad; quedó agotado un propósito, un planteamiento, un conjunto de realizaciones novedosas en materia petrolera o educativa, como no se tuvo en el siglo XX y, muchísimo menos, en lo poco que va de este siglo XXI. Ambos aspectos son casos ilustrativos que refuerzan otro hecho cumplido: la democracia fundada en el sufragio libre, directo, universal y secreto. Este movimiento del 18-O lo llevó a cabo una élite, muy estructurada, con hombres y mujeres de inspiración socialdemócrata en pensamiento y acción, pero – siempre es bueno recordarlo – le abrió las puertas al socialcristianismo, al liberalismo y también al marxismo, como nunca antes, aunque los comunistas fueron curiosamente medinistas en principio.
Un líder de la estatura de Rómulo Betancourt de características inéditas, joven y emprendedor, marcó un estilo diferente, asumió directamente sus responsabilidades sin ambages, pero igualmente le abrió el camino para que el país conociera a otros líderes e, incluso, adversarios, como Rafael Caldera, Jóvito Villalba y Gustavo Machado. Hoy parece fácil decirlo, pero nunca tuvieron el reconocimiento y la cancha en los tiempos del régimen neogomecista inaugurado en 1936, el cual ya había caducado para 1945. Las generaciones sucesivas tampoco fueron como esos devastadores caudillos del siglo XIX, pero llegó el XXI y el barbarazo acabó con todo.
En los preámbulos de ese 18 de octubre, las actividades fueron intensas. Como se recordará, hubo un consenso extraordinario alrededor de Diógenes Escalante, quien literalmente enloqueció, y, en lugar de procurar otro, Medina Angarita quiso imponer unilateralmente a Ángel Biaggini, y, como si faltara poco, los militares de todos modos darían el golpe, cuya única resistencia en Caracas – significativamente – fue la del comandante de la policía. Se ha especulado hasta la saciedad sobre el carácter minoritario del partido dirigido por Betancourt, Gallegos Leoni, Prieto, Barrios, Andrés Eloy, entre otros, pero días antes del estelar evento, con la prudencia del caso, llenaron enteramente el Nuevo Circo de Caracas, cosa nada fácil, como lo vivió, en ese mismo año el partido de gobierno (el PDV). Fue una demostración convincente de apoyo popular, una manifestación de la capacidad de movilizar a las masas en una Caracas comparativamente de pocos habitantes, con un deficiente transporte público y calles estrechísimas que hacían del Nuevo Circo un inmenso desafío. Betancourt jamás delató a los militares que los sabía con buenas razones para dar al traste con el neogomecismo, pero intentó superar las condiciones que estimulaban la acción con la búsqueda y el compromiso de un candidato de consenso que facilitara las cosas, demostrándoles quién tenía realmente el liderazgo de calle.
El acto del 17 de octubre de 1945, en un Nuevo Circo lleno, como hoy – guardando las proporciones – se tratara de hacerlo con cinco Poliedros de La Rinconada fue una extraordinaria demostración de madurez, templanza, claridad y coraje sin equivalentes. Un paisano merideño, académico de gran prestigio, como Luis Ricardo Dávila, en su “Imaginario político venezolano” (Alfaldil, Caracas, 1992), refiere que “este mitin fue particularmente interesante por ser signo de un pasado y huella de un futuro a sólo 24 horas de distancia”, donde se empleó un lenguaje de poder, con un discurso de Betancourt, que lo llevó a la cresta de la ola (página 102 y siguiente).
En días pasados, me obsequiaron una imagen tomada de El Nacional del 06/09/1947, en la que aparece Betancourt, ya presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno, recibiendo las credenciales del enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Guatemala, Alfonzo Orantes. Inevitable pensar en el político probo, perseverante, corajudo, e, incluso, en el nivel de los que lo sucedieron en el contexto de todo el liderazgo nacional. Actitud que debería trasladarse a estos momentos, por aquellos que quieren tomar la batuta del liderazgo opositor.
Durante estos 25 años, muchas veces hemos insistido, resistido y persistido en hablar de la historia de nuestras batallas para que la Historia de Venezuela no sea ignorada y olvidada por los ciudadanos de a pie. De la historia debemos aprender y recordar todas aquellas acciones con las que se logró un cambio significativo para la constitución de un país sólido y democrático. Hoy día debemos enfrentar a aquellos que por más de 20 años nos han llevado a las peores situaciones que cualquier ciudadano pueda enfrentar. Han aupado y vanagloriado, sin ninguna vergüenza, una revolución que ha empobrecido a la gente y destruido al país. Es necesario retomar el camino hacia una verdadera democracia.
@freddyamarcano
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