Europa se ha vuelto irreconocible. Los defensores de la unidad europea solían celebrar a la Unión Europea como un proyecto de paz que ofrecía un cosmopolitismo espléndido para enfrentar al nacionalismo -que, como dijo de forma dramática el presidente francés François Mitterrand en 1995, “es igual a la guerra”-. Pero mucho antes de que Rusia invadiera Ucrania, la visión europeísta de un camino pacífico hacia una prosperidad compartida había comenzado a desmoronarse. La invasión de Rusia no hizo más que acelerar la mutación de la UE en algo mucho más desagradable.
Josep Borrell, el encargado de Asuntos Exteriores de la UE, nos hizo sentir el cambio del cosmopolitismo al etno-regionalismo cuando describió a la UE como un hermoso “jardín” amenazado por la “jungla” no-europea que acecha fuera de sus fronteras. Más recientemente, el presidente francés, Emmanuel Macron, y Charles Michel, el presidente del Consejo Europeo, les pidieron a los europeos no solo que se prepararan para la guerra sino, fundamentalmente, que confiaran en su industria armamentista para el crecimiento económico y el progreso tecnológico de la UE. Al no haber podido convencer a Alemania, y a las llamadas naciones-estados frugales, de la necesidad de una unión fiscal apropiada, su plan B desesperado ahora es argumentar a favor de una unión bélica.
Estamos en un momento crucial de la historia enrevesada de la UE. Dejando de lado a una minoría vociferante de euroescépticos, la principal diferencia de opinión entre las fuerzas políticas pro-UE preocupadas por si la consolidación continental de Europa debería avanzar según medios hamiltonianos (una mutualización de la deuda que precipitaría el surgimiento de una federación apropiada) o de la manera intergubernamental original (una integración del mercado gradual). Los gobiernos que presiden economías superavitarias se mostraron a favor de la segunda opción, mientras que los representantes de las economías deficitarias, entendiblemente, se inclinaron por una solución hamiltoniana, que se dejó permanentemente en suspenso.
La crisis del euro expuso la imposibilidad de seguir haciendo como si las deudas, los bancos y los impuestos pudieran ser nacionales mientras que la moneda es transnacional y los mercados están integrados. Desafortunadamente, la UE optó por hacer lo mínimo indispensable para salvar al euro y terminó con lo peor de los dos mundos: una unión cuasi fiscal sumamente ineficiente (que carece de un instrumento de deuda soberana adecuado, como los bonos del Tesoro de Estados Unidos) y un Banco Central Europeo obligado a violar su carta una y otra vez (escudándose detrás de justificaciones cada vez más creativas). Quizá lo más traumático sea que el proceso político tambaleante que distribuye monedas comunes y cargas conjuntas carece hasta de la más mínima pisca de legitimidad democrática.
Durante décadas, algunos hicimos campaña a favor de un Nuevo Trato Verde Europeo. Como una federación era impracticable en el corto plazo, propusimos maneras de simular instrumentos de deuda federal (como un eurobono emitido por el BCE) con los cuales generar, a través del Banco Europeo de Inversiones, un mínimo de 500.000 millones de euros (539.000 millones de dólares) anualmente para un fondo de inversión para una Transición a Tecnologías de Energía Verde. Quienes toman las decisiones en la UE, en cambio, adoptaron alternativas tramposas, como el Plan Juncker destinado al fracaso y, durante la pandemia, un Fondo de Recuperación que creó deuda común para ningún buen propósito común.
Es por esto que la economía de la UE hoy está quebrada, mientras que el modelo de negocios alemán que solía ser su corazón palpitante está en un estado de caída acelerada. Al elegir una estrategia salomónica (ni una unión fiscal ni deudas y activos de bancos centrales separados), la UE se condenó a sí misma a dos décadas de inversión mínima, no pudiendo así desarrollar las tecnologías que Europa necesita: tecnología verde (que le permitiría a Europa desacoplarse, según sus condiciones, del gas barato del presidente ruso, Vladimir Putin) y capital en la nube. Estados Unidos y China, que hoy monopolizan el capital en la nube, el nuevo instrumento para la acumulación de riqueza, también han impuesto una nueva guerra fría contra Europa, con repercusiones catastróficas para el acceso de la industria alemana a los mercados exportadores chinos.
Los europeos al mando, lamentablemente, se niegan a reconocer lo quebrado que está el modelo de negocios de la UE, o lo irrelevantes que son los remedios viejos en paquetes nuevos. Alemania, por ejemplo, ha vuelto a considerar subsidios energéticos financiados con impuestos y nuevas rondas de moderación salarial para favorecer la competitividad.
Este debate es una distracción peligrosa del verdadero problema de Europa: el capital industrial alemán ya no acumula los excedentes con los cuales financiar los subsidios energéticos de las industrias en decadencia. En este contexto, ninguna moderación salarial (como la que alguna vez llevó a cabo el entonces canciller Gerhard Schröder) impulsará la competitividad de una industria automotriz incapaz de producir las tecnologías de baterías o los algoritmos que le aportan un nuevo valor sustancial a los fabricantes de vehículos eléctricos modernos.
¿Y ahora qué? Michel parece haber recuperado del tacho de basura de la historia europea reciente nuestras propuestas para un eurobono y para revitalizar al BEI. Pero no está proponiendo usar los nuevos créditos para financiar tecnología verde o capital en la nube, sino para una nueva industria armamentista que, dice, “será un medio poderoso para fortalecer nuestra base tecnológica, de innovación e industrial”.
¿Michel habla en serio? ¿Cómo hará el BEI para recuperar sus préstamos otorgados a la industria de defensa que, por definición, es improductiva? ¿Qué sucederá cuando nuestros depósitos estén llenos de municiones y misiles? O bien el impulso de inversión que avizora Michel se agotará, o bien Europa necesitará encontrar maneras -en otras palabras, nuevas guerras- para poner en uso los arsenales.
Los europeístas sensatos, por ende, deberían rogar para que el plan de Michel siga el mismo camino que el Plan Juncker. La incompetencia de la UE, de repente, se ha vuelto la última esperanza del europeísta amante de la paz.
Extraño aquellos tiempos en que los pro-europeos celebraban a la UE, aunque de manera hipócrita, como un proyecto para derribar fronteras y defender la apertura, la diferencia y la tolerancia. Esa Europa ya no existe, está quebrada y en franca retirada. Se ha impuesto una nueva ideología. En lugar de una federación democrática diversa que atraiga a la gente más allá de sus fronteras, avizora un reino cristiano blanco rodeado por lanzamisiles costosos y cercos altos electrificados. Es una Europa de la cual los jóvenes no pueden sentirse orgullosos y a la que el resto del mundo no se tomará en serio.
Yanis Varoufakis, exministro de Finanzas de Grecia, es líder del partido MeRA25 y profesor de Economía en la Universidad de Atenas.
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