Los equilibrios de poder entre las potencias vienen virando desde hace un cierto tiempo hacia un mundo multipolar, o uno, incluso, en el que no sean los Estados Unidos un alfil dominante.
Ocurre que tres países de enorme peso en la comunidad internacional han venido acercándose entre sí, animados por la diatriba que cada uno de ellos, separadamente, mantiene con la primera potencia mundial y las sanciones o las restricciones que les han sido impuestas por Washington.
Este estrechamiento de lazos entre Rusia, Irán y China cada vez es más notorio en la escala de lo económico. De hecho, el comercio y la eliminación de barreras entre ellos se ha catapultado en los últimos años – las cifras de intercambios entre los BRICS, de los que los tres forman parte activa, dan fe de ello- y la crisis petrolera asociada a la guerra de Ucrania les ha servido de acicate para entenderse cada vez mejor y para sortear los escollos que suponen las sanciones de Washington.
La Europa de los 27, otra gran potencia mundial, está recogiendo los frutos de ese creciente imbricamiento económico. No es posible anticipar el curso que tomarán las cosas si las diferencias entre estos tres regímenes autoritarios con Estados Unidos tienden a ahondarse, y menos aun imaginar, ante tales circunstancias, cuál lado acogerá a la Unión Europea, otro gran jugador del escenario global.
Lo que cabe es preguntarse cuánto tiempo pasará antes de que una política exterior coincidente y compartida intente ser puesta en vigor entre Ebrahim Raisi, Vladimir Putin y Xi Jinping, si sus contrapartes en Occidente continúan manteniendo con cada país posiciones de agresión imposibles de ser ignoradas. No es necesario recalcar la gravitación que cada uno de estos países tiene en los asuntos mundiales.
Lo que sí es necesario poner de relieve es que el pivote sobre el cual se apoyaría una triada de este calibre sin duda es China, por la inmensa influencia que ejerce sobre los otros dos. A eso se refería seguramente el canciller de China cuando enarbolaba la bandera del rol estabilizador que su país está ejerciendo y ejercerá en la dinámica mundial. Lo acababa de mostrar al mundo al conseguir la reanudación de relaciones diplomáticas entre Teherán y Riad después de 7 años de hostilidades, y ello tuvo lugar hace poco menos de un año.
En algo tiene inequívoca razón el chino. Hoy por hoy lo que se pone de bulto es que es insensato permitir que la inercia de los acontecimientos agrave los riesgos de una alianza en la región indopacífica como la que hemos venido subrayando. En el terreno de la seguridad ello es particularmente sensible. China está entonces llamada a transformarse en un elemento de influencia estratégica tanto con Rusia como con Irán para impedir un mayor desencuentro con Occidente y de proporciones mucho más vastas.
Lo conveniente es promover un mejor entendimiento entre las partes de esta ecuación peligrosa y la manera de lograrlo es a través de una mayor cooperación. Las guerras en pleno desarrollo no lo hacen posible y las sanciones estadounidenses inhiben a los inversionistas y a los comerciantes de ir más allá. Si al nuevo inquilino de la Casa Blanca le interesa promover un orden global que funcione para todos, la relación con esta poderosa tríada debe ser incluida en la agenda, y tener presente que ello sólo es viable si China la abraza.