Cao Jianming es uno de los catorce vicepresidentes del comité permanente de la Asamblea Nacional Popular de China, y ha sido enviado a Nicaragua para estar presente en la cuarta toma de posesión consecutiva de Daniel Ortega. Es un largo viaje, desde el otro lado del mundo, hacia un país que acaba de entrar en la órbita de las relaciones expansivas del nuevo celeste imperio de Xi Jinping. Va a encontrarse con un escenario desolado, pues la ceremonia se dará en un casi total aislamiento internacional. Pocos son los invitados que habrán de acudir, la mayoría de bajo nivel, o de nivel mediocre, como el propio Jianming.
Por eso, su sorpresa debe haber sido mayúscula cuando al bajar del avión advierte que lo espera una guardia de honor a la que habrá de pasar revista como si fuera un jefe de Estado. En un país de estrictas jerarquías como el suyo, tal anomalía protocolaria es imposible. Pero en Nicaragua sí. Él representa a China y eso es suficiente, así fuera ujier de la Ciudad Prohibida.
Pero lejos de allí se da otra escena que también es inusual, por no decir extraña. Ese mismo día, 10 de enero, el presidente Andrés Manuel López Obrador comparece en una de sus “mañaneras”, las conferencias de prensa que ofrece temprano de cada día en el Palacio Nacional de la Ciudad de México. Un periodista le pregunta si su gobierno enviará algún representante a la toma de posesión de Ortega.
−Todavía no se decide− responde, bastante desconcertado−. ¿Cuándo es…la toma de posesión?
−Hoy −le informa el periodista.
−Ah… ¿Hoy? No sabía.
El periodista le dice entonces que la noche anterior la Cancillería ha anunciado que no enviara a nadie a la ceremonia.
―¿Y a qué horas es la toma de posesión? −pregunta el presidente.
―No sé la hora −responde el periodista.
―Vamos a ver si da tiempo de que llegue alguien… porque nosotros tenemos buenas relaciones con todos. Con todos −repite el presidente−. Y no queremos ser imprudentes.
―¿Sería una imprudencia que no fuera ningún funcionario mexicano a la toma de posesión? −continúa preguntando el periodista.
Entonces el presidente responde que México no puede hacer a un lado su política de autodeterminación de los pueblos y de independencia. Y recuerda cómo el gobierno pasado, por quedar bien con otro gobierno, expulsó al embajador de Corea del Norte.
El presidente seguramente estaba consciente de la imposibilidad de que un enviado llegara a tiempo, ya que ha dispuesto que tanto él como sus funcionarios solo pueden utilizar vuelos comerciales. Y a la tarima de los invitados en Managua terminó subiendo el encargado de negocios de la embajada mexicana, ya que no hay un embajador.
A este episodio tan singular, se le ha dado mayormente el cariz de una desautorización bastante ruda del presidente a su propio canciller, Marcelo Ebrard, quien habría buscado sumarse a la inmensa mayoría de los países latinoamericanos que dejaron solo a Ortega en su farsa. Pero también merece otra lectura.
Si el presidente de México ni siquiera sabe cuándo toma posesión Ortega, y tampoco sabe, en consecuencia, la hora de la ceremonia, no es que esté desinformado nada más. Lo que demuestra es la nula importancia que Nicaragua tiene en su política exterior, un cero a la izquierda. Será por eso mismo que al canciller Ebrard no le pareció necesario informarle que no enviaría a Managua a nadie, ni siquiera a un funcionario de tercera categoría.
Y así se saca en claro que jamás se le había ocurrido al presidente López Obrador asistir él mismo, invitado como estaba; o enviar a su canciller, o a alguien de su gabinete de gobierno, y demostrar de ese modo su cercanía con Ortega.
Al contrario, lo que hace es tomar distancia, y colocar a Nicaragua en un lugar poco privilegiado: al lado de Corea del Norte. Buenas relaciones con todos, dice, y recalca la palabra todos, es decir, demócratas y dictadores. Por eso reprocha al anterior gobierno, el de Peña Nieto, haber expulsado al embajador del dictador hereditario Kim Jong-un, hecho ocurrido en 2017.
Y termina anunciando el nombre del nuevo embajador de México en Nicaragua, después que le han alcanzado una tarjeta con la información del caso. La prudencia lo aconseja.
Y de imprudencias hablando, Argentina, que tampoco envió a ningún delegado, se hizo representar por su embajador en Managua, Daniel Capitanich, entusiasta hincha de Ortega, quien se sentó en la misma tarima de invitados de honor en que se encontraba el vicepresidente para asuntos económicos de Irán, Mohsen Rezai.
El personaje está acusado en los tribunales argentinos de ser responsable, nada menos, del atentado terrorista contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), ocurrido en 1994, en el que murieron 80 personas y más de 300 resultaron heridas, un crimen de lesa humanidad. Hay una orden de captura internacional librada por la Interpol contra él, y cualquier país está obligado a detenerlo al poner pie en su territorio. Al contrario, revistó la guardia de honor al bajar del avión.
Al concluir la ceremonia, hubo una entrañable foto de familia en la que Ortega, ya ungido de nuevo, aparece junto al propio Rezai, el presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, y el de Venezuela, Nicolás Maduro. Es la foto que debe haber sorprendido ingratamente al presidente de Argentina, Alberto Fernández, y en la que el presidente López Obrador jamás hubiera querido estar.
La Cancillería dirigió una nota diplomática a la de Nicaragua por la presencia de Rezai, que “constituye una afrenta a la justicia y a las víctimas del brutal atentado terrorista”. Un lamento, no una protesta: “El gobierno argentino lamenta profundamente tomar conocimiento de la presencia en la República de Nicaragua del señor Rezai», dice la nota, no tendrá, obviamente, ninguna respuesta.
Y la tarima en Managua se queda en su lugar, sin desarmar, hasta la próxima toma de posesión, cuando Ortega vuelva a traspasarle el poder a Ortega.
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