Qué espectáculo tan lamentable el que se está dando a sí mismo y al mundo entero el Reino Unido. Pobre rey Carlos III, vaya escenario que ha heredado de la reina Isabel II. El jueves vivimos algo inédito: la primera ministra anunció al rey su dimisión por teléfono. Ni en eso fue capaz de guardar las formas, algo que durante los funerales de Isabel II vimos que seguía haciendo grande, muy grande, al Reino Unido.
Aquí hay una enfermedad grave. Y el origen está en cómo el nacionalismo radical se ha apropiado del Reino Unido. David Cameron cometió la estupidez de someter la pertenencia del Reino Unido a la Unión Europea a un referendo. Tengo contado muchas veces que Margaret Thatcher me declaró en su día que «Referendums are an instrument for dictators». Los referendos son instrumento de los dictadores. Y la mayoría de esos dictadores son en sus comienzos populistas. Cameron creyó que la forma de acabar con la voluntad de ruptura con la UE era convocar un referendo. Sin darse cuenta de que desde dentro de su propio partido iban a provocar la ruptura. Perdió por su inmensa miopía política. Tras un mandato de gobierno de coalición con el Partido Liberal Demócrata, fue a las elecciones de 2015 prometiendo un referendo sobre la permanencia en la UE, en la seguridad de que podría justificar la no convocatoria del mismo porque en un Gobierno de coalición, los liberaldemócratas lo vetarían. Vaya por Dios. Tuvo la mala suerte de lograr esa mayoría absoluta con la que soñaba sin creer que se haría realidad. Y como nadie se oponía en sus filas al referendo, lo convocó y lo perdió. Un genio.
Llegó Theresa May, a la que Boris Johnson hizo la vida imposible desde sus propias filas. Incluso desde su propio gobierno en el que fue secretario del Foreign Office. Había que hacer un Brexit radical. Al fin Johnson desalojó a May y asumió el poder para ver que el Brexit prometido era imposible. Entre otras cosas por el acuerdo de Irlanda del Norte en el que el encaje del Ulster en el Reino Unido sin fronteras con la República de Irlanda se demuestra cada día más imposible. Eso unido a las formas de un populista que no tenía inconveniente en saltarse todo tipo de leyes y reglamentos acabó con su jefatura de Gobierno. Pero no olvidemos su despedida como primer ministro en su última intervención en la Cámara de los Comunes: «Hasta la vista, baby». Nadie podía imaginar que ese hasta la vista pudiera ser mes y medio después.
Cualquier no miembro del Partido Conservador prefería a Rishi Sunak. Pero las bases radicales de esa formación optaron por Truss como en su día prefirieron a Johnson antes que a Jeremy Hunt, en este minuto canciller del Exchequer.
Lo que hoy no se puede discutir es que el nacionalismo ha intoxicado a la sociedad británica. El Reino Unido es hoy una sociedad muy enferma, una democracia con unos procedimientos ejemplares que en esta nueva crisis nos traerá un quinto primer ministro en poco más de seis años. Algo propio de una república bananera.
Que Boris Johnson dimitiera el 6 de septiembre y el 20 de octubre esté sondeando sus posibilidades de volver al cargo que tuvo que abandonar con deshonor es la mejor prueba de lo enferma que está la sociedad británica. Menos mal que la Corona se mantiene por encima de este desastre. Pero también lo siento mucho por el rey Carlos, que se ha pasado 70 años como príncipe heredero esperando a llegar al trono y ahora ha heredado una situación de crisis sólo superada por la que se llevó por delante la cabeza de Carlos I el 30 de enero de 1649, hace 373 años. Afortunadamente las formas han cambiado.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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