Se vio a Belén Lobo, mi mujer, a comienzos de los años cincuenta del pasado siglo, frecuentar el Yelitza en el Callejón de la Puñalada de Sabana Grande, entonces el único bar gay de Caracas donde Víctor Valera disfrazado de hipopótamo de Fantasía, la película de Disney, y Pedro Jota Díaz, redactor de sociales de El Nacional, vestido de Marilyn con pestañas de papel crepé, animaban los carnavales que allí se celebraban.
Descubrió una secreta aptitud como productora cinematográfica la vez que consiguió armas y uniformes militares para una película venezolana, además de un helicóptero, solucionando de paso situaciones que el verdadero productor de la película no sabía cómo resolver.
Pero su mayor hazaña fue la de encontrar mis anteojos, que no se encontraban en ningún lugar de la casa. Removió papeles y gavetas del escritorio, levantó sábanas y almohadas, se agachó y barrió con su penetrante mirada debajo de las camas; buscó y rebuscó, palpó y sacudió camisas y pantalones, puso la casa patas arriba dejándola luego patas abajo, revisó con asombrosa y meticulosa lentitud las cercanías de cada planta del jardín y finalmente fue a la cocina que revisó cuidadosamente y abrió la nevera.
Fue allí donde terminó la delirante búsqueda de los lentes porque los encontró dentro de la mantequillera. Embadurnados de mantequilla como si fuese un trozo de pan en el desayuno y perfectamente congelados. Nadie, ni yo mismo, supo o logró explicar por qué estaban allí. Es posible y puede aventurarse que como era costumbre, yo pasaba a Belén desde la mesa del almuerzo o del desayuno lo que había que guardar en la nevera. Ella lo recogía y lo guardaba. ¡Pude haber puesto los lentes en la mantequillera! Se dirá que solo un desquiciado haría semejante estupidez, pero creo enorgullecerme de no ser cuerdo (¡Allí estaría la clave del misterio y de lo insólito!).
Fue lo que le dije al médico chileno que se ocupó del ligero accidente cerebro vascular que me asaltó una mañana. Me atendió con afecto y sólidos conocimientos profesionales, y me dijo en su consultorio con cierta solemnidad catedrática algo así como: «¡Doctor Izaguirre, puedo afirmar que lo que Usted tuvo no tiene ninguna consecuencia intelectual!». ¡No lo dejé seguir! Lo interrumpí: «¡Mi único problema, doctor, era quedar cuerdo!». No supo qué hacer o decir. Se quitó el estetoscopio, se lo volvió a poner. Quedó desconcertado y no atinó a decir palabra. Le estreché la mano, le di las gracias y salí del consultorio adonde no he vuelto, ¡gracias a Dios!, como acostumbraba decir el incorregible ateo llamado Luis Buñuel.
Sin embargo, ha pasado el tiempo, largos días, meses sin fechas, años de tiempo indetenible y el enigma de los lentes dentro de la mantequillera sigue sin encontrar explicación. Pero, ¿no es maravilloso que unos lentes congelados y resguardados en una mantequillera alcancen el prestigio de lo que es difícil de entender o interpretar? ¿No son también enigmas las preguntas de la Esfinge o las de Turandot; las palabras escritas con tiza bajo las lonas del Santo Domingo, el barco comandado por Benito Cereno en el libro del amargado Melville; la repentina esterilidad de los animales de Petra Cota en el Macondo de García Márquez? Preguntas que nos hacemos sobre el antiguo Egipto de momias, dioses y faraones, la detención de Josef K. en El Proceso, de Kafka, las líneas de Nazca. ¿Por qué estamos acá y qué vinimos a hacer? ¿No son acaso preguntas que la eternidad está escuchando a la espera de una respuesta aceptable que no llega jamás?