OPINIÓN

Una reflexión a 50 años del golpe militar en Chile

por Juan Carlos Arellano / Latinomérica21 Juan Carlos Arellano / Latinomérica21

La conmemoración de los 50 años del golpe militar en Chile invita a reflexionar sobre el colapso del orden republicano, democrático y presidencial. Desde una perspectiva republicana y democrática, la desconcentración del poder, el imperio de la ley, la deliberación y la participación ciudadana son esenciales. La caída de estos pilares impide asegurar la libertad, el respeto a los derechos humanos y el Estado de derecho, y nos acerca a la violencia como solución a los conflictos. Así, surge la pregunta de cuáles fueron los factores que nos llevaron a este trágico desenlace.

Las explicaciones son diversas. Algunas posiciones subrayan que el “agotamiento del modelo sustitutivo de importaciones” generó un descontrol inflacionario desde el gobierno de Ibáñez. Otras subrayan que el contexto de la Guerra Fría polarizó a los partidos con ideologías opuestas, lo que impulsó movimientos centrífugos que fomentaran la búsqueda de “utopías” o “planificaciones globales” en los gobiernos de los años sesenta y setenta.

Otros enfoques se centran en la responsabilidad de los agentes políticos con partidos que adoptaron estrategias rupturistas tanto en la oposición como en el gobierno, y un presidente incapaz de encontrar una salida democrática al conflicto.

América Latina vivió varios golpes similares en este período, lo cual plantea el surgimiento del Estado burocrático autoritario o explicaciones que sugieren que los quiebres son el resultado del mal endémico del presidencialismo. Aunque existe el consenso de que es un problema multifactorial, la discusión está abierta aún.

Así, una dimensión del quiebre de la democracia chilena en 1973 puede ser examinada a través de la colisión constante entre una figura presidencial, a la cual se le asignó en su origen un carácter reformista, y un Congreso con experiencia, resultado de una larga trayectoria, y dispuesto a usar sus prerrogativas para contener los arranques presidenciales. El origen de esta historia lo podemos ubicar en la búsqueda por revitalizar el presidencialismo en 1925.

En la arquitectura institucional de 1925 se buscó contener las prácticas parlamentarias y otorgarle al presidente un papel preponderante en el sistema político para que liderara la iniciativa de reformas estructurales que procuraban subsanar los problemas de la “cuestión social” y la demanda de nuevos actores sociales. No olvidemos que este nuevo orden fue creado bajo la tutela militar, que ya en esa época se hacía presente en la política chilena y latinoamericana.

Sin embargo, este diseño institucional no contuvo los sedimentos de la práctica política que estaban internalizados en el periodo histórico anterior (1871-1925). Esto permitió consolidar un Congreso que fuera un contrapeso efectivo ante las arremetidas de un Poder Ejecutivo siempre amenazante.

Un elemento central del periodo político entre 1925 y 1973 es la urgencia de reformas estructurales para modernizar el Estado y abordar demandas sociales. En términos políticos, el Poder Ejecutivo renovado se enfrentó a un electorado diverso y volátil, resultado de reformas como la eliminación del sufragio censitario y la inclusión de mujeres en el padrón (1949), y el empleo de la cédula única, lo que dificultó las mayorías estables.

Los partidos cobraron protagonismo, arraigándose en el territorio y ejerciendo influencia en el Congreso que tenía la capacidad de movilización e influencia informal en el Poder Ejecutivo. Un presidente sin mayorías y distante de partidos o coaliciones frágiles carecía del poder para poner en práctica reformas reales.

De esta manera, aunque, en teoría, el presidente poseía un gran poder, en la práctica (debido a su minoría en el Congreso) su influencia no era tan sólida como se pensaba. El Congreso Nacional, en ese período, actuó como un factor clave de veto, y los presidentes enfrentaron su poder en muchos momentos históricos desde 1932 hasta 1973. Mencionemos los gobiernos del Frente Popular (1936-1941), donde mantener la coalición desgastó al presidente, quien enfrentó presiones de su partido, incluso en la conformación del gabinete. Un caso sobresaliente es el gobierno radical de Pedro Aguirre Cerda (1938-41), en el que las diferencias sobre el gabinete llevaron al extremo de considerar su renuncia.

Adicionalmente, se debe precisar que de los 27 años entre la presidencia de González Videla en 1946 y el gobierno de Salvador Allende, en 19 años el presidente se encontró en posición minoritaria en el Congreso. Esto obligó, sin duda, al presidente a construir (en lo posible) una relación cooperativa o negociadora con el Congreso y la oposición.

Al contrario, cuando el presidente adoptó una actitud más desafiante ante un Congreso adverso, el resultado fue bastante perjudicial. Un ejemplo de ello es el caso de Salvador Allende (1970-73) y su intento por concretar una agenda reformista a través de mecanismos no convenidos con el Congreso mediante el uso de decretos, leyes e intervenciones a la industria. Esta estrategia le significó una oposición acérrima a través de múltiples acusaciones constitucionales a ministros e incluso un intento contra el propio presidente (1973), sin contar con el bloqueo de su agenda legislativa.

Este desencuentro institucional afectó a varios mandatarios. Por ejemplo, Carlos Ibáñez (1952-1958) afirmó en su mensaje de 1955 que resistir la tendencia parlamentaria entorpece la acción presidencial, por lo que abogó por reformas constitucionales. Jorge Alessandri (1958-1964) propuso limitar atribuciones parlamentarias en 1964 y aumentar el poder ejecutivo. Y Eduardo Frei Montalva buscó fortalecer al presidente en 1964 y 1969 como respuesta a conflictos institucionales que obstaculizaban las reformas necesarias.

En este proceso de aprendizaje, se avanzó gradualmente con la promulgación de la Ley 17.284, resultado de la discusión en el Congreso por el proyecto de Frei Montalva (1969). Esta ley dio rango constitucional a decretos con fuerza de ley, limitó la iniciativa parlamentaria en gasto público y algunas áreas legales, mejoró el mecanismo de urgencias a favor del presidente, creó el Tribunal Constitucional (TC) y permitió convocar plebiscitos.

Estos ajustes institucionales llegaron tardíamente, sin tiempo para afianzarse. En el momento del quiebre, los políticos forzaron un sistema desgastado hasta su colapso. El colapso de la democracia chilena hace 50 años y sus trágicas secuelas nos invitan a revalorizar diseños institucionales que equilibren los poderes y la importancia de contar con políticos comprometidos con el orden republicano y democrático.


Juan Carlos Arellano es politólogo y director del Departamento de Sociología, Ciencia Política y Administración Pública de la Universidad Católica de Temuco (Chile). Doctor en Historia y magíster en Ciencia Política, por la Pontificia Universidad Católica de Chile.