El musical americano es un género polarizador. Orson Welles, al ser preguntado por él, lo sepultó con un “seamos serios, hablemos de cine, mejor”. Pero sus seguidores, qué duda cabe, son legión y directores de valía no especialistas en el mismo han incursionado en él total o parcialmente, con éxito a veces, otras veces con menos fortuna. Pensemos en el Scorsese de New York, New York (1977), el Woody Allen de Todos dicen te quiero (1996), algunos fragmentos de Almodóvar o la fallida The Wiz (1978) de Sidney Lumet. Capítulo aparte son dos maravillas que deberían considerarse entre lo mejor del musical de todos los tiempos: Una mujer es una mujer (1961, Jean Luc Godard) y Milagro en Milan (1951, Vittorio de Sica). En todo caso el musical en el cine americano es una amalgama de la ópera y el music hall y conviene recordar siempre que el cine al principio fue mudo, pero nunca fue silente y siempre aspiró a la música. Los comienzos fueron infames porque las cámaras sonoras iniciales al requerir de mecanismos que aislaran su propio sonido eran pesadas e impedían un ingrediente fundamental: la elegancia del movimiento que podía dar el baile, lo cual fue rápidamente corregido.
El género tuvo un desarrollo vertiginoso porque, en épocas de la Gran Depresión, ninguna otra expresión cinematográfica era capaz de prometer un mundo alternativo, glamoroso y ciertamente más divertido que la dura realidad. La posguerra y el vuelo de optimismo y bonanza que los años de Eisenhower trajeron también le dieron más alas y más originalidad. Las tramas se volvieron más complejas, directores educados y sofisticados (Vicente Minelli, Stanley Donen, Gene Kelly) le dieron al género toques de genio y elegancia: ahí están para demostrarlo Gigi (1958), Un americano en París (1951) o la inevitable Cantando bajo la lluvia (1952). Faltaba un salto más. Para ponerse a tono con los tiempos el musical debía abrazar la realidad, salir de los escenarios e invadir la calle. West Side Story (1961) lo intentó, y acaso lo logró con la adaptación de Romeo y Julieta al ambiente de las pandillas neoyorkinas. Mucho mejor era la aventura de Bob Fosse, recreando la Alemania nazi en Cabaret (1972) y la producción de un musical de Broadway con El show debe continuar / All That Jazz (1979). Para entonces el musical había abandonado todos los parámetros y formatos y exhibía una libertad formal envidiable.
Emilia Perez es un musical. Su director, el francés Jacques Audiard, es un todo terreno que lo ha hecho de todo, desde el remake de un ignoto filme de James Toback (Mi corazón dejó de latir, 2005), un policial extraño y sucio (Un profeta, 2009), un (melo)drama sobre discapacitados (Óxido y hueso,2012) y una serie de éxito (El directorio de las leyendas, rehecha ahora en Estados Unidos como La agencia). Es un director estimado y consagrado que aborda por primera vez un argumento musical.
Mel Brooks no hubiera podido imaginar una trama mejor. Anoten: un narcomexicano, sucio y mal encarado, contrata a una abogada exitosa y elegante para operar un cambio de vida que comienza con un cambio de sexo, su muerte ficticia y el abandono de su familia que despacha a Suiza. Bajo su nueva identidad, unos años después, Emilia Perez vuelve a contactar a la abogada para reencontrarse con la familia que extraña, para lo cual los reimporta a México, ciudad en la cual forman una ONG de apoyo a los presos, al tiempo que su exesposa se reencuentra con un examante. Hay, además, algunas subtramas y enredos y un final digno de los melodramas que Luis Buñuel torcía con esmero en el cine mexicano de los años cincuenta y que por supuesto no revelaremos.
Hasta cierto punto la empresa -que ha tenido un éxito singular y polarizado a la crítica- funciona, en parte porque el contexto es actualmente transexual y transcultural. Además, porque los números musicales, llevados con buen ritmo se dejan colar con agrado y tal vez sean el camuflaje perfecto para el disparate argumental, que tampoco es reprochable. ¿Qué es el cine y en especial el cine musical si no un embate libertario contra las convenciones? Es en fin de cuentas una cuestión de gustos. Los cultores del cine musical la idolatrarán, los demás la mirarán con escepticismo y algún antiwoke la denunciará como impresentable. Es una rareza que vale la pena. Eso sí, le sobran unos minutos.
Emilia Pérez. Francia. 2024. Director Jacques Audiard. Con Zoe Saldaña, Selena Gómez, Edgar Ramírez