Las ofertas de paz que exhiben con insistencia desde el lado del gobierno chino ya no sirven para nada. La violencia es la nueva arista del malestar en Hong Kong. Las alertas lanzadas desde Pekín no mueven a deponer sus actitudes agresivas a quienes protestan. El sentimiento ya generalizado es que han sido burlados no solo por Pekín sino por la propia jefa del Ejecutivo de esta ciudad de 7 millones de ciudadanos.
Esta semana que pasó los decibeles subieron de intensidad y la vasta operación de desobediencia civil cobró otro cariz. Ayer, la circulación de los trenes fue interrumpida totalmente en algunas de las líneas afectando los traslados de 5 millones de personas.
El “stop” que puso Carrie Lam, jefa del Ejecutivo, sobre la Ley de Extradición propuesta y aprobada por ella, sin haberla retirado de plano, la consideran una cachetada a la población descontenta. Este fue el origen de las primeras protestas. Hoy apenas la ven como una buena excusa para señalarle a la capital china todo lo que no funciona, incluyéndola a ella.
Los hongkoneses piden de viva voz su renuncia sin pensar demasiado si lo que les depara el futuro no es peor aún que la débil administración en manos de esta madre de familia de 62 años, algo arrogante pero animada de un sincero de conciliación. Ella ya es percibida por sus gobernados como parte del clan que ha instaurado el abuso y la opresión como forma de relacionamiento entre Pekín y Hong Kong.
Pero el desorden desbocado es tal que Carrie Lam ya no es el objetivo únicamente de la población enfurecida de la ciudad. En la capital china, el fin de semana el Partido Comunista decidió lanzar una advertencia a las autoridades de la ex colonia británica exigiendo el rescate del orden que ella perdió hace cerca de dos meses. La apoyan tímidamente en lo verbal, de manera de contribuir al mantenimiento del orden institucional en la ciudad, pero en la cabeza de los líderes del partido ya es claro que no será la dama quien les sacará las castañas del fuego. Eso se deja traslucir de las manifestaciones de los voceros gubernamentales chinos en esta ocasión. Algo lleva a pensar que se ha despertado el temor a tener que utilizar la fuerza para contener el descontento, un tema que los remite a situaciones violentas como las de Tiananmen Square que nadie desearía repetir. Por los momentos, no han pasado de poner a Lam contra las cuerdas al exigir sanciones para los sublevados y demandar un inmediato retorno al orden.
La elevación del tono de las protestas involucra por igual un cambio de contenido. Los reclamos de los hongkoneses no se circunscriben ya a temas relacionados con la extradición. Ya comienzan a poner sobre la mesa asuntos hasta ahora incuestionables relacionados con sus libertades, su autodeterminación, el secuestro de sus derechos, la falta de libertad de expresión de la oposición demócrata, la censura a los medios y el control de Internet.
Lo que tenga en Pekín en mente para ponerle punto final a esta diatriba es imposible de imaginar. Pero aún le quedan cartuchos antes de pasar a mayores en el terreno de la represión. Una alternativa puede ser la de exigir la renuncia de Lam para dar paso a un nuevo líder con mayor capacidad de entendimiento y negociación.
Hong Kong está hoy ubicado en el centro de una línea de fuego entre democracia y dictadura. El combate es ideológico y el mundo no se mantendrá callado en torno al mismo. China debe pisar, en este terreno, con pies de plomo.
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