El año pasado el gobierno del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, enfureció a los lobistas de las megatecnológicas y otras empresas que lucran con nuestros datos personales, cuando repudió una propuesta que hubiera invalidado la privacidad de los datos, las libertades y derechos civiles en Internet y la protección de la competencia en el nivel local. Ahora, la nueva orden ejecutiva de Biden sobre la seguridad de los datos de los estadounidenses revela que los lobistas tenían buenos motivos para preocuparse.
Después de que comerciantes de datos y plataformas tecnológicas explotaran en forma irrestricta y no vigilada la información personal de los estadounidenses durante décadas, la administración Biden ha anunciado que prohibirá la transferencia de ciertas clases de datos a China y otros países problemáticos. Es un paso pequeño pero importante en dirección a proteger la información confidencial de los estadounidenses, junto con los datos gubernamentales.
Además, es probable que la medida sea precursora de otras políticas en este sentido. Los estadounidenses tienen fundadas inquietudes sobre lo que sucede en Internet, y estas se extienden mucho más allá de la violación de la privacidad e incluyen un sinnúmero de otros males digitales como la desinformación, los trastornos de ansiedad en adolescentes inducidos por las redes sociales y la incitación al odio racial.
Las empresas que lucran con nuestros datos (incluidos los registros médicos, financieros y de geoposicionamiento personales) llevan años tratando de equiparar «libre flujo de datos» y libertad de expresión. Intentarán presentar cualquier protección del interés público que proponga la administración Biden como un intento de impedir el acceso a sitios web de noticias, limitar Internet y empoderar a gobiernos autoritarios. Pero eso no tiene sentido.
Las empresas tecnológicas saben que en un debate abierto y democrático, el interés de los consumidores en que se instituyan protecciones para el mundo digital prevalecerá sobre el interés de aquellas en los márgenes de ganancia. Por eso los lobistas de la industria han hecho grandes esfuerzos para eludir el proceso democrático. Uno de sus métodos ha sido presionar para que se aprueben unas oscuras normas de comercio internacional que circunscribirían las medidas de protección de los datos personales que puedan tomar Estados Unidos y otros países.
Debería parecer obvio que el gobierno de Estados Unidos debe proteger la privacidad de los estadounidenses y la seguridad nacional; ambas pueden estar en peligro según dónde y cómo se procesen y almacenen las ingentes cantidades de datos que generamos todos los usuarios. Pero por extraño que parezca, el gobierno del expresidente Donald Trump intentó prohibir que Estados Unidos imponga restricciones a la «transferencia transfronteriza de información, incluida la información personal» a cualquier país, si esa transferencia se relaciona con los negocios de inversores o proveedores de servicios que operen en Estados Unidos o en otros países que firmen el acuerdo.
Es verdad que la propuesta de la administración Trump de que la Organización Mundial del Comercio instituya esta regla incluye una excepción, que en apariencia permitiría cierto grado de regulación «necesaria para lograr un objetivo público legítimo»; pero se la diseñó para que no funcione en la práctica. Aunque las megatecnológicas la citan para refutar las críticas a la propuesta más amplia, su redacción está copiada de una «excepción general» de la OMC que fracasó en 46 de 48 intentos de usarla.
Prohibir la regulación del flujo transfronterizo de datos fue sólo una de cuatro propuestas que el gobierno de Trump intentó introducir en la nueva versión del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y en las negociaciones de la OMC a instancias de los lobistas de las megatecnológicas. Las normas propuestas, redactadas con una jerga incomprensible y ocultas entre cientos de páginas de cláusulas comerciales, se presentaron engañosamente como reglas de «comercio internacional digital».
Con sus restricciones a las políticas de los gobiernos, las nuevas normas redactadas por la industria ponían en riesgo los intentos de congresistas de ambos partidos en Estados Unidos de oponerse a los abusos de las megatecnológicas contra consumidores, trabajadores y pequeñas empresas. También restaban capacidad a los organismos regulatorios estadounidenses responsables de proteger la privacidad, los derechos civiles y la legislación antimonopolio. De hecho, si la OMC hubiera aprobado las reglas de la era Trump contra la imposición gubernamental de restricciones al flujo de datos, la administración Biden no podría poner en práctica su nueva política de seguridad de datos.
La existencia de la propuesta de la era Trump pasó inadvertida a casi todos (quitando, por supuesto, a los lobistas que en secreto movían los hilos de las negociaciones comerciales). Nunca antes un tratado comercial de los Estados Unidos incluyó cláusulas que impidieran al ejecutivo y al Congreso ejercer autoridad sobre la regulación de los datos; ahora, de un día para el otro, las plataformas digitales obtenían un derecho especial al secretismo. Las normas hubieran prohibido la puesta en práctica de análisis algorítmicos y preselecciones mediante IA que el Congreso y diversos organismos de la rama ejecutiva consideran esenciales para la protección del interés público.
La derrota de Trump en la elección de 2020 no disuadió a los lobistas de la industria de intentar la aprobación de estas reglas anómalas. Su plan fue conseguir que se incluyeran en el Marco Económico del Indopacífico, un acuerdo propuesto por la administración Biden. Pero en vez de oír a los lobistas, los funcionarios de la administración Biden y los legisladores determinaron que las propuestas de la era Trump eran incompatibles con los objetivos del Congreso y de la rama ejecutiva en relación con la privacidad digital, la competencia y la regulación.
Ahora es comprensible por qué a los lobistas de las tecnológicas los enfureció tanto la decisión de la administración Biden de retirar el apoyo a la propuesta de la era Trump. Se dieron cuenta de que al descartar las normas de «comercio internacional digital» promovidas por las megatecnológicas, la administración Biden reafirmaba su autoridad para regular a las grandes plataformas y a los comerciantes de datos que, para muchos estadounidenses de todo el espectro político, han acumulado demasiado poder. Los tratados comerciales se han hecho mala prensa precisamente por esta clase de conducta de los lobistas empresariales.
Estados Unidos necesita un buen debate sobre el mejor modo de regular a las megatecnológicas, y sobre cómo defender la competencia evitando al mismo tiempo los males digitales que hoy alientan la polarización política y debilitan la democracia. Es obvio que el debate no debe estar sujeto a restricciones impuestas de manera subrepticia por las megatecnológicas a través de acuerdos comerciales. La representante comercial de Estados Unidos, Katherine Tai, tiene toda la razón cuando dice que fijar normas de comercio que limiten la acción en estos temas antes de que el gobierno de Estados Unidos haya decidido su propia estrategia para el nivel local sería «mala praxis política».
Cualquiera sea la posición que uno tenga respecto de regular a las megatecnológicas (si hay que restringir o no sus prácticas anticompetitivas y los daños sociales que provocan), todo aquel que crea en la democracia debe aplaudir a la administración Biden por haberse negado a poner el carro antes del caballo. Estados Unidos, como otros países, tiene que decidir su política para el área digital en forma democrática. Y si eso sucede, sospecho que el resultado será muy distinto de lo que las megatecnológicas y sus lobistas estaban tratando de conseguir.
Traducción: Esteban Flamini
Joseph E. Stiglitz, ex economista principal del Banco Mundial y expresidente del consejo de asesores económicos de la presidencia de los Estados Unidos, es profesor distinguido en la Universidad de Columbia, Premio Nobel de Economía y autor principal del Informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de 1995, que obtuvo el Premio Nobel de la Paz (compartido) en 2007.
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