Estuve esa vez en Valera para hablar de cine con los jóvenes y proyectar una película; al hacerlo creía estar produciendo algo por Valera y el país. Era mi manera de contribuir al enaltecimiento venezolano porque durante años, también desde la Cinemateca, estuve enseñando a mis compatriotas a ver buen cine. Si he llegado a edad avanzada para ver al país hundido en la catástrofe bolivariana, pienso que no es culpa mía el descalabro que padecemos porque no tengo injerencia en los asuntos políticos ni económicos que lamentablemente están en sujetos desalmados e inexpertos.
Pero conversar con aquellos jóvenes, tratar de satisfacer las exigencias de sus conocimientos ya era algo significativo y alentador y ese fue, reitero, uno de mis empeños mientras estuve al frente de la Cinemateca: que el país conozca y ame al cine de autor.
Y recuerdo esa vez en Valera porque acepté la invitación de un par de jóvenes que sostenían un atractivo programa de carácter cultural en una emisora de radio. Se trataba de una entrevista sobre mis pasos por la vida venezolana, pero el método empleado por aquellos jóvenes productores consistía en que a medida que yo avanzaba contando acontecimientos de mi propia vida se intercalaban boleros de mi elección interpretados por mis intérpretes favoritos. Avanzaba el programa y yo iba sugiriendo un determinado bolero y de ser posible el nombre de su intérprete, pero si los que mencionaba no se encontraban en la discoteca de la emisora ponían otra canción en su lugar y el programa continuaba sin inconveniente alguno.
Era una manera de visualizar las sucesivas edades de mi vida y se pretendía captar así a una audiencia más numerosa. La entrevista resultó exitosa y me enteré mucho después que había sido repetida una y otra vez.
Al finalizar, los productores me felicitaron, manifestaron su satisfacción y me invitaron a tomar un trago. Fue entonces cuando me confesaron que su experiencia anterior no fue grata y se refirieron de mala gana al invitado de esa ocasión, un distinguido intelectual cuyo nombre no menciono por pudor elemental: en lugar de canciones conocidas, el invitado pretendía insertar en su recorrido de vida fragmentos de Bach, Mozart, Chopin o Scarlatti, difíciles de encontrar en aquella pequeña estación de radio. Sostenía que solo con altas obras de música clásica había avanzado en la vida desde una dorada infancia. Una inútil vanidad le comenté a los muchachos porque conociendo al personaje se trataba de un oportunista, un mal invento cultural.
Se decía de él que no se avergonzó nunca de la conducta de un hermano suyo considerado el corrupto mayor porque él mismo superó al hermano como experto atracador de presupuestos.
Dije a los muchachos de la radio que se olvidaran de él, que se lo sacaran de la mente porque era un farsante. Estuvo activo en la exitosa campaña electoral del presidente de turno y llegó a ufanarse diciendo que acababa de escribir su primer poema en el Palacio de Miraflores, es decir, se vanagloriaba de ser un poeta palaciego. En modo alguno se le podía considerar como un intelectual que mereciera respeto.
Y desde entonces sostengo que un verdadero intelectual venezolano será aquel que se mantenga alejado de las tentaciones burocráticas o ministeriales y sea capaz de afirmar y sostener que en su formación cultural figuran Juan Sebastian Bach, Mozart, Rimbaud, Stendhal, Garmendia, Vargas Losa, pero también Benny Moré, Oscar de León y Armando Manzanero; que acepte o tolere la idiosincracia que nos azota, no le avergüencen las pendejadas que hablan las tías solteronas y se rebele contra las disparatadas circunstancias políticas y sociales del país.
Es así como construimos nuestra propia cultura, porque todos nos anclamos en un mestizaje complicado, toleramos una identidad que algunos insisten en seguir buscando cuando la gloria sería no tener ninguna, porque nos basta la que creemos tener que no es otra que el resultado de una herencia que mezcla etnia, iglesia, familia y educación; Grecia por la cultura; España, por el almirante desorientado que creyó haber topado con China o la India. Y si estiramos la cobija, Guaicaipuro y Tamanaco, una guerra de independencia, traiciones y desilusiones y la obligación de mantener una mente ágil y abierta sin olvidar a Isidore Ducasse, el uruguayo Conde de Lautréamont cuando en sus Cantos de Maldoror, 1869, dijo sin saber que estaba aludiendo a nuestros ávidos oportunistas, bolivarianos o no, que «¡una mancha intelectual no la borran océanos de eternidad!».
Esto es lo que somos cuando nos entrevistan en una radio de provincia.
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