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Una izquierda jurásica

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Así como desde lejos es imposible apreciar los relieves de un paisaje, hay que adentrarse en los meandros de lo que se da en llamar la izquierda latinoamericana para darse cuenta de que, a estas alturas del siglo XXI, está lejos de representar un todo homogéneo. La variedad es extensa. Una izquierda que tomó en algún momento las armas y creyó en la revolución; una izquierda que nunca se desapegó del credo de la tercera internacional; la izquierda populista, que llegó al poder para quedarse; la izquierda de los foros políticos, como el de Sao Paulo, o el Grupo de Puebla; la izquierda nostálgica, la izquierda académica. La izquierda de los manuales. La nueva izquierda.

Pero lo que un examen cercano mejor nos deja ver es la división entre izquierda autoritaria e izquierda democrática. Entre la que considera anatema todo lo que se oponga a los viejos esquemas de poder basados en la hegemonía de un solo partido o de un solo líder; y la izquierda que busca rescatarse a sí misma afirmando su fidelidad a la democracia sin apellidos que permite elegir libremente a los gobernantes, y se adhiere al respeto a las libertades públicas y a los derechos humanos. Ni democracia proletaria ni democracia burguesa. La democracia.

“Izquierda cobarde” llama Nicolás Maduro a esta izquierda que se atreve a desembarazarse de los ropajes del pasado que huelen a naftalina. Y la invasión de las tropas rusas a Ucrania ha servido para dejar patente esta diferencia fundamental, que desde las concepciones ideológicas del poder se extiende a los alineamientos geopolíticos.

La falla geológica que se abre en el paisaje entre izquierda autoritaria e izquierda democrática, la vemos mejor al comparar las declaraciones del caudillo boliviano Evo Morales con las del nuevo presidente de Chile, Gabriel Boric.

«Rusia ha optado por la guerra para resolver conflictos. Desde Chile condenamos la invasión a Ucrania, la violación de su soberanía y el uso ilegítimo de la fuerza. Nuestra solidaridad estará con las víctimas y nuestros humildes esfuerzos con la paz», escribe Boric en un tuit. En otro tuit, Morales escribe: “Hacemos un llamado a una movilización internacional para frenar el expansionismo intervencionista de la OTAN y Estados Unidos. La humanidad clama por pacificación, la conflagración no es la solución. La hegemonía armamentista e imperialista pone en riesgo la paz mundial”.

El lenguaje de Evo Morales es una herencia de la Guerra Fría, eco cavernoso de aquellos tiempos cuando la izquierda latinoamericana creía su deber militante no apartarse un milímetro del evangelio del Kremlin.  Es así que cuando en agosto de 1968 las tropas del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia para aplastar el experimento de renovación democrática de Aleksander Dubcek que se conoció como “la Primavera de Praga”, Fidel Castro, que entonces representaba a toda la feligresía revolucionaria, respaldó la intervención apelando a los intereses supremos del socialismo mundial.

Solo había un imperialismo, el de Estados Unidos; la Unión Soviética, que había decidido aquella invasión, no merecía un nombre tan ignominioso como aquel. Estados Unidos y la OTAN eran el imperialismo; la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia defendían la paz mundial. Evo Morales, medio siglo después, no se aparta de ese guion.

Por una suerte de artilugio ideológico, para la izquierda tradicional latinoamericana Vladimir Putin encarna a ese mundo soviético de los manuales leninistas anterior a Gorbachov, aquel mismo de ancianos miembros del politburó, que protegidos con gruesos gabanes y sombreros de fieltro revistaban los desfiles militares desde arriba del mausoleo de Lenin en la Plaza Roja, desfile que cerraban los cohetes cargados con ojivas nucleares, las mismas con las que Putin amenaza hoy al mundo si no le dejan consumar su conquista de Ucrania.

Putin, con un inequívoco credo de derecha, cuyo apoyo político se teje en una red de organizaciones ultranacionalistas y antisemitas, padrino de una mafia de oligarcas multimillonarios que se apropiaron de los despojos de la era soviética, gas y petróleo sobre todo; y que basa su política expansionista en la idea de reconstituir la vieja Rusia de los zares, es para los nostálgicos de  la vieja izquierda latinoamericana uno de los suyos, y por eso mismo justifican la invasión de Ucrania, o, al menos, apartan la vista y se diluyen en declaraciones que no dicen nada.

Lula da Silva, en ocasión de una visita a México, sin señalar quién invadió a quién, ofreció un consejo conciliador tanto a Putin como a Zelenski: “Gobernantes, bajen las armas, siéntense en la mesa de negociaciones y encuentren la salida del problema que los llevó a la guerra’”. Y nada más. Muy cerca, quién lo diría, de Bolsonaro, derecha pura y dura sin tapujos, que en vísperas de la invasión voló a Moscú para tomarse la foto de ocasión con Putin y que al regresar a Brasil declaró: “no tomaremos partido, seguiremos siendo neutrales”.

Boric, al contrario, recuerda con sus palabras que, si la izquierda tiene algún fundamento, es el humanismo, y que las guerras de agresión son un crimen. Quien no puede quitarse las telarañas ideológicas de los ojos para ver los bombardeos sobre la población civil, los ataques aéreos contra hospitales y edificios de apartamentos, el éxodo de millones de seres humanos obligados a buscar refugio en los países vecinos huyendo de la destrucción y la muerte, demuestra su fidelidad a la izquierda jurásica, o se ha quedado perdido en los vericuetos del cinismo y la dualidad.

Nada más sublime, agreguemos, que estas opiniones de un científico social argentino de izquierda, publicadas en un diario de Buenos Aires: “Las apariencias no siempre revelan la esencia de las cosas, y lo que a primera vista parece ser una cosa -una invasión- mirada desde otra perspectiva y teniendo en cuenta los datos del contexto puede ser algo completamente distinto”.

Igual que la famosa frase atribuida a un presidente mexicano de tiempos del PRI, pero que en realidad es de Mario Moreno, Cantinflas: “Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario”.

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