De nuevo, tal cual ha sido una muy cínica costumbre, desde mediados del mes de octubre Maduro y los burócratas de la clase política gobernante “decretaron” que se iniciara “una Navidad feliz para todos los venezolanos”, y han “ordenado” que la gente baile, se ría y sea feliz, aunque sea a juro.
La decadente propaganda oficial nos asfixia con unas cuñas empalagosamente falsas, que muestra venezolanos inexistentes preparando hallacas, intercambiando regalos y celebrando sonrientes una Navidad que solo existe en los palacios y búnkeres de quienes nos gobiernan. Lo cierto es que, a diferencia de esta falsía mediática, el signo de estos tiempos en Venezuela no es la alegría, sino la confusión, la tristeza y la rabia contenida. Pero, sobre todo, la desigualdad.
La narrativa oficialista se ha llenado siempre la boca hablando de igualdad y de justicia social. Tanto, que ese supuesto objetivo moral superior de equidad le ha permitido justificar (y que algunos incluso hasta le exoneren) la represión y las torturas contra quienes en teoría se oponen a tan sublime propósito.
Pero la desigualdad social no es un lema, es una realidad que hoy puede medirse y cuantificarse. El indicador más común y conocido para determinar la desigualdad de un país es el conocido Coeficiente de Gini que mide, en valores que van de 0 a 1, la distribución de los ingresos de una nación en proporción a su población. De acuerdo con este índice, un valor de 0 representaría que los ingresos y el consumo de una nación están perfectamente distribuidos por igual entre toda la población, mientras que un valor de 1 describiría una situación de extrema inequidad, donde una sola persona se queda con toda la riqueza de un país. En otras palabras, mientras más bajo (tendiente a cero) el índice, menor desigualdad existe. Por el contrario, un valor elevado del coeficiente es síntoma de brecha y desigualdad social.
Generalmente se reconoce que un índice de Gini mayor a 0.40 en un país es causal de preocupación y alarma, porque evidencia que la distancia entre ricos y pobres se profundiza y la cohesión social puede resquebrajarse ante tan injusta distribución de la riqueza.
Lo cierto es que para este 2021, Venezuela presenta un escandaloso índice de Gini de 0.56, lo que le ubica como el país de mayor desigualdad social del continente.
Hoy en Venezuela un muy privilegiado grupo de apenas 7% de la población se queda con más de 50% del ingreso nacional. No ha habido en la historia un episodio de mayor y más rápida acumulación de riqueza en tan pocas manos.
Argüir en los discursos estar movido por la justicia y la igualdad social, mientras se utiliza el poder del Estado para el enriquecimiento personal obsceno de unos pocos a costa del empobrecimiento y miseria de casi todos, es la más cínica y canalla de las prácticas políticas. Y este es precisamente el rasgo central y más descriptivo de quienes hoy nos explotan desde el poder. En comparación con el resto del mundo, hoy Venezuela es el reino de la desigualdad social extrema, donde cada vez los ricos son más ricos y los pobres, además de multiplicarse como en ningún otro país, son también más pobres.
El nacimiento de Jesús fue un anuncio de igualdad. No el igualitarismo farisaico y aberrante que pretende desconocer las naturales y deseables diferencias entre las personas, sino el mensaje de que al ser todos hijos de Dios en cuanto a dignidad y condición, nadie puede aplastar o subyugar a otro en beneficio propio. Por eso pretender una celebración “oficial” de la Navidad por parte de quienes hacen precisamente lo contrario de lo que ella significa, es la más impúdica de las ironías.
Si se asume la Navidad como la concibe la oligarquía madurista, esto es, como una conveniente excusa para mirar hacia otro lado y distraernos de la hiriente realidad, o como un evento circunscrito a la banalidad del festejo vacuo, no tendría ningún sentido celebrarla en medio de este desierto de dolor, sufrimiento y desigualdad. Más que celebración, es una insultante e irónica burla. O quizás un ardid para seguir reprimiendo. Recordemos que la palabra “ironía” (del griego «eironéia») significa “disimulo”, en el sentido de ocultar las verdaderas intenciones. Herodes, rey de Judea para el momento del nacimiento de Jesús, también quería “celebrar” la Navidad. Según se lee en el Evangelio de Mateo, Herodes pide a los magos que le digan el lugar exacto del nacimiento del Mesías “para ir también él a adorarlo”. La inteligencia de los magos en adivinar sus verdaderas e irónicas intenciones, y el consecuente episodio de la “matanza de los inocentes” al sentir Herodes frustrados sus planes, lo han convertido en el arquetipo de los gobernantes opresores, esos que son capaces de cualquier cosa con tal de no perder sus privilegios.
Hace poco más de dos mil años, un pueblo explotado y sin rumbo recibió la buena noticia que su liberación se había iniciado. Esa fue la primera Navidad. Desde entonces, su celebración es una invitación a la reflexión y al compromiso sobre la permanente y continua redención. La redención de la persona es así la razón última de ser de la Navidad. Redención de toda violencia, egoísmo, orden injusto, opresión y exclusión que impide que las personas sean felices, que es lo que Dios quiere para todos sus hijos. Y que es lo más lejano de ocurrir hoy en nuestra Venezuela.
Para los venezolanos de estos tiempos de odio, cinismo, tristeza y profunda injusticia y desigualdad social, la Navidad no es una fiesta oficial obligada y cínica, sino una oportunidad para rescatar su esencia como símbolo y advenimiento de liberación -en la persona y mensaje del niño de Belén- de todo aquello que no nos permite crecer como personas, como sociedad y como país.
@angeloropeza182