Como diría Aquiles: «Al levantarse el telón se ve en escena una cena».
Estamos de gira en Estados Unidos y cenando en un restaurante –muy concurrido y con justicia celebrado–, hay mucho personal en el servicio de origen latino, es evidente que el dueño, un famosísimo chef español nacionalizado estadounidense, José Andrés Puerta, les brinda preferencia y apoyo.
Nos fijamos en la señora que recoge los platos en las mesas, que levanta una carga muy pesada para su endeble contextura.
En la antesala del restaurante, durante la espera, los comensales habíamos estado conversando, casualmente, sobre el tema del creciente número de inmigrantes latinoamericanos, de sus dificultades en este inmenso y complejo país, de lo solos que se encuentran, del problema con el idioma que muchas veces los incomunica, de lo desapercibidos que pasan por su condición de aliens, mientras realizan las más duras tareas.
Haciendo honor a nuestra conversa, le buscamos fiesta a la señora por tener con ella un gesto amable de cariño, reconocimiento y solidaridad. Comenzamos con tonterías:
–¿Cómo puede meter en esa bandeja tantos platos? ¿Nunca se le caen? ¿Ah, pero además se va a llevar los vasos? En cualquier momento carga con nosotros también.
Los comentarios y las respuestas se sucedían en cada nuevo paso de la señora y fuimos entrando cada vez más en su vida, metiéndonos en honduras: lleva apenas cuatro meses en Estados Unidos. Se vino caminando por el desierto. Nueve días con sus noches, con un calor insoportable de día y un frío espantoso de noche. Una historia aterradora, que incluye el encuentro con restos humanos de los que se fueron quedando por el camino, de reciente y vieja data.
–¿Y ustedes de donde son? –Nos dice, en otro de sus viajes a la mesa.
–Nosotros de Venezuela.
–Ay, Venezuela está mal, igual que Honduras. Conmigo venía una venezolana de 48 años. En un momento no pudo caminar más y se sentó allí junto a unas matas llenas de espinas. Yo estaba con una compañera y quisimos regresarnos a buscarla, pero el coyote nos dijo: «Si se regresan las dejo a ustedes también» y tuvimos que seguir y ella se quedó allí. Siempre pienso en ella, no pudimos ayudarla.
Todos tragamos grueso y nos contuvimos con dificultad evidente. A mí, la historia no se me va de la cabeza. Pienso en nuestra paisana, en su fatal final allí, sola en ese desierto terrible y se me anida en la garganta un «¿Por qué?» del tamaño del obelisco de Washington. Uno siempre tiene pendiente el sufrimiento de los migrantes, el duro paso del Darién, el río Bravo, el desierto. Pero esta sensación de impotencia ante la historia concreta, con nombre y apellido desconocido, que nuestra recogedora de platos hondureña nos relata, nos deja el alma desolada.
Contemplo esta nación, floreciente desde su fundación y pienso en nosotros, no ya solo los venezolanos, los hispanoamericanos todos, con similares angustias y problemas. Cuando Estados Unidos no tenía una sola de sus prestigiosas universidades, nosotros las teníamos todas fundadas.
Cuando esta nación no sabía cuál sería su lengua oficial, nosotros todos estábamos comunicándonos con la riqueza profunda de la lengua de Castilla. Si de clima se trata, el nuestro es inmejorable, sin los extremos que por estos nortes agobian. Riqueza material tampoco nos ha faltado: oro, plata, petróleo, cobre, tierra fértil, ríos caudalosos, espacios adorables para el turismo y el descanso.
Este pueblo no es mejor que el nuestro, ni más despierto e inteligente, pero este país desde su nacimiento contó con un liderazgo inteligente que se comprometió con unos valores que siempre estuvieron por encima de las ambiciones personales y eso sirvió de ejemplo para la construcción de ciudadanía. En nuestros países fue exactamente al revés: nos contagiamos de la indisciplina e insumisión institucional de nuestros caudillos.
Mientras ellos se unieron en confederación, nosotros nos separamos en republiquitas. Mientras ellos imponían la ley como valor, nosotros la astucia de pasarle por encima en beneficio propio. Problemas no les faltaron, como el apartheid, por citar uno de los más gordos. Pero uno tras otro, los encaran y los resuelven, mientras nosotros los agrandamos llevándolos a extremos insoportables.
En fin, no puedo sacarme de la cabeza a nuestra paisana, sentada allí, sola, en ese desierto en que se ha convertido nuestro destino.
Artículo publicado en TalCual