Siempre supe que la Caracas que me vio nacer en 1931 era algo más que una apacible aldea en la que en el interior de sus casas apenas se susurraba el nombre de Juan Vicente Gómez por temor a que el déspota andino  apareciese de pronto en un rincón de la sala o empujando la puerta de la calle diciendo !»AJá! escoltado por sujetos mal encarados, vestidos de dril, botas y machete de Capacho al cinto.

Se decía que la capital venezolana contaba con doscientas mil almas y me gusta oírlo decir porque significa que, no obstante ser el país tosco y primitivo, vivían en él almas y no temerosos habitantes que en la hora actual, a mis noventa años, muchos han perdido o extraviado el alma.

La Caracas de mi niñez y parte de la que padecí en mi juventud se escurre entre los dedos de mi memoria como si fueran polvo de estrella o fina arena del mar color esmeralda que es el Caribe.

Mi generación ha sido testigo de tres ásperas dictaduras militares en el arco de una sola vida.Tenía apenas cuatro años cuando Juan Vicente Gómez comete el error de morirse en Maracay y la festiva noticia logra que la abrumada Caracas grite eufórica que el Bagre ha muerto y se vuelca a saquear las casas de los gomecistas y de sus barraganas. El escritorio de caoba pulida y la silla majestuosa que mis hermanos «salvaron» de los furiosos saqueos era el escritorio y la silla del Sapo Velasco, del general Rafael María Velasco, emparentado con un tío de Gómez y cuñado de Cipriano Castro. El hombre más odiado por los caraqueños porque fusiló a unos estudiantes y como gobernador de Caracas fue despiadado y cruel. Le saquearon la casa, tuvo que huir y murió dos años más tarde sin poder volver nunca más al país.

Mientras ocurría su muerte, yo hacía mis tareas en el escritorio del Sapo.

En mi primera juventud en el liceo Fermín Toro, sufrí el comienzo de un acné impertinente, la urgencia de un real de cigarrillos Lucky Strike porque no había dinero para comprar la cajetilla; caspa sobre el cuello del paltó azul marino, química para septiembre y peleado con la novia, pero con la alegría de estar haciendo en el liceo amigos como Adriano González León, Luis García Morales y Elisa Lerner sin saber que allí estaba asomándose el Grupo literario Sardio, renovador de la literatura venezolana.. Había que sufrir también el rigor de un ordinario fascista que en el violento final de su mandato huyó del país en una Vaca Sagrada, pero dejando en el aeropuerto una maleta llena de dólares.

Mi generación y las nuevas generaciones agregan un tercer régimen de oprobios.

Sentía de niño que existía una relativa libertad cuando me soltaban de la mano apenas entrábamos a la Plaza Bolívar. Desde el momento que salía de mi casa mi mamá o la persona a la que debía acompañar en sus diligencias me tomaba de la mano y sin percatarse me obligaba a correr porque jamás ajustaba sus pasos adultos a los del niño que yo era.

Llegar a la plaza Bolívar era conocer la libertad de correr y perseguir a las palomas o divertirse uno mirando el lento movimiento de las perezas semiocultas entre las ramas de los árboles. Solo podían corretear los niños y estaba prohibido a los adultos cruzar la plaza en mangas de camisa o llevando algún bulto en las manos porque era irrespetar al héroe montado a caballo que todo lo vigilaba desde el centro de la plaza.

La tienda de joyas, cristales y bisutería más codiciada era La Perla y Pepito de Mayo el cajero más apuesto y conocido. Uno de los almacenes más visitados era El Tesoro Escondido. Allí, los hermanos Benarroch vendían telas. El almacén tenía varias puertas y lo usual era mantener abiertos sobre los mostradores de madera los rollos de las telas que solicitaba la clientela. Era un tiempo en el que se escuchaba mencionar al jabón John Lahoud, al café Fama de América y a veces en la esquina de Las Monjas, entrando o saliendo de la plaza Bolivar, podía uno ver atolondrados turistas con camisas de vivos colores, sandalias, pantalones cortos y faldas estampadas llamarse unos a otros Girls en voz alta y Honey con el desparpajo de quienes acaban de desembarcar en La Guaira del vapor de la Grace Line que los aventaba por el Caribe.

Llegar a La Perla significaba pasar frente al cine Ávila y admirar enfrente la joyería de Sérpico y Laíno y considerar con ojo crítico o benevolente el último cuadro alegórico y escultórico pintado por Pedro Centeno Vallenilla que se exhibía en la vitrina como una joya más.

La memoria de mi niñez y de mi adolescencia en Caracas fue un juego taimado y engañoso. El único juego que permitía hacerse trampas a sí mismo porque la memoria tiende a esconderse. Aparece y desaparece mientras ríe y se burla de mis tristezas. Los tranvías pasan y desaparecen para siempre para reaparecer, se dijo, en Sao Paulo, Brasil, dejando intactos sobre el pavimento los rieles que hicieron posible su paquidémico paso y detrás aparecen los autobuses eléctricos  y los automóviles para que uno de ellos atropelle de muerte a un médico piadoso que trata con paciencia, todavía hoy, de ocupar un lugar de privilegio junto a los santos del cielo lo que hizo decir a Miguel Otero Silva: ¿Quién ha visto santo con sombrero?

Mi memoria se mantiene alerta cada vez que entra en juego su precaria fidelidad porque Magdalena, la niña que vivía al lado de mi casa, sigue vive en el lugar más profundo de mi desolada y huérfana memoria. Tenía apenas siete años, mi misma edad cuando solo quedaron de ella una muñeca de trapo sobre su cama, el olor de los medicamentos y la fatalidad de la muerte que la estuvo asediando. Murió Magdalena, la niña vestida de blanco que corría por el corral de su casa con las cintas rojas atadas a su larga cabellera de oro y yo en el mío solo para vernos correr, y al verla cada vez que estábamos juntos sentía que detrás de sus ojos comenzaba a estremecerse la mirada con la que ella iba a verme cuando creciéramos. ¡Quedé arrasado cuando me enteré que también mueren los niños! Pero Magdalena aún permanece en mí; la sentí en todas las mujeres que me amaron y es ella la que logró la elegancia del port de bras o el vigoroso jeté en avant que Belén, la mujer que iba a adorar durante cincuenta años, ejecutaría sobre el gran escenario del mundo. No será necesario nombrarla, pero Magdalena aparecerá a mi lado en las historias de amor que habrán de florecer junto a la escalera eléctrica del Pasaje Zingg.

Se me hizo fácil sintetizar visualmente los procesos que cruzaron mi niñez y las frágiles aventuras de mi temprana adolescencia. Lo intentaré con las casas, con la ciudad misma y hasta con el propio país. En las cocinas fue primero la leña, luego el carbón; más tarde el kerosén y finalmente y hasta hoy, el gas y la electricidad. Pero ni la electricidad ni las tecnologías por venir no han evitado que el árbol del desarrollo continúe triste y deshojado ¡Otro cantar es lo de la política! Se dice que en Colombia los conservadores se diferencian de los liberales en que van a misa de 8:00 mientras los liberales van a misa de 11:00 y en el país venezolano los adecos se preocupan por la salud política de sus gentes, mientras los copeyanos se preocupan por la salud moral. Los caudillos civiles o militares se activan parejos: unos poseen las armas y los otros se apoyan en ellas. ¡Pero siguen siendo los mismos! (Se agradece a María Corina Machado que se hayan borrado los partidos políticos mientras victoriosa recorre ella el país. Volverán, seguramente, pero ya no serán los mismos de antes, ¡tampoco nosotros!).

Gracias a la electricidad y a los avances del tiempo aquella luz amarillenta y enfermiza de los años treinta y cuarenta del siglo pasado que abrigaba a los monstruos y endriagos que rondaban por los rincones de las casas se hizo más clara e intensa para permitir que Caracas avanzara y comenzara a adquirir fisonomía de urbe y dejara de asustarse con los fantasmas y temer por el contrario a los delincuentes, así fuese necesario derrumbar al hotel Majestic en 1949, el edificio más alto de la ciudad que tenía agua caliente y en 1935 vio subir por el ascensor a Carlos Gardel alojado en el segundo piso, a Aquiles Nazoa desempeñarse como botones y escuchar a Aldemaro Romero en el piano.

Fue triste ver caer al Ángel que en la cúpula tocaba una trompeta cuya música solo podían escuchar quienes tuvieran los ojos muy abiertos. ¡Me duele decirlo, pero la caída del Ángel del Majestic marcó y precipitó el final de mi infancia!

Pero Caracas ya no se detenía: creyó vivir una desconocida modernidad y comenzaron a brotar edificios de valor arquitectónico y Gustavo Zingg asombró a todos cuando construyó el Edificio Zingg y resolvió el desnivel entre las dos avenidas que lo limitan colocando en el centro la primera escalera mecánica, de madera, que conocieron los caraqueños. Su inauguración el 6 de mayo de 1950 fue un acontecimiento de tal magnitud que un militar llamado Pérez Jiménez asistió al acto y nadie se percató de que también yo estaba allí tomando de la mano a la memoria de una niña de siete años vestida de blanco con cintas rojas en su pelo de oro.


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