OPINIÓN

Una grieta en el tejado

por Marta San Diego Marta San Diego

Todo empezó con una fina grieta en el tejado. La lluvia y la humedad encontraron esa vía para llegar hasta las vigas maestras de trescientos años, pero lo que iba a ser un poco de masilla en la cubierta de la casona del siglo XVIII, reponer tejas y sustituir algunas piedras, terminó por ser una adecuación a los rigores del siglo XXI: ventanales en vez del porche abierto al viento, PVC aislante en la balconada para el ahorro energético, luces LED que consumen menos, paneles solares sobre un tejado que podría ser patrimonio universal, a pesar de la grieta. Ahora la casa es cómoda y eficiente, aunque también podría entrar en la Lista Roja de Hispania Nostra. En países como Francia, hay leyes que obligan a las nuevas construcciones a preservar no solo los volúmenes y estilos arquitectónicos sino también el tipo de materiales que se han de usar; todas las casas resultan así armoniosas y repetidas a lo largo del país como postales de un cuento del que no quieres salir, aunque de tan bellos tengan algo de escenario. Ante este péndulo de extremos, me pregunto dónde ponemos el límite que separa la conservación del inmovilismo, ¿cuándo el cambio es parte de la evolución y cuándo una involución? ¿Qué es lo intocable hoy en día?

La historia de la ciencia, la literatura, la política, la música o las artes avanza a base de romper los límites, y es ahí, en el cuestionamiento de cuál es la línea que separa el pasado de un futuro por concebir, donde surgen las nuevas dialécticas, sonidos y estéticas que llevan siglos configurando el pensamiento, el paisaje y hasta los gustos actuales entre los que nos movemos. Las casas de ahora no tienen nada que ver con las de hace un siglo, aunque se recuperen las líneas limpias de la Bauhaus, y la música tampoco, aunque los clásicos empapen las bandas sonoras de la industria cinematográfica, cuyos compositores parecen directos herederos de la narrativa sinfónica, hoy perdida en medio de «hits» y «singles» de «fastfood».

Los cambios no son malos, son inevitables. Cada período alumbra lo nuevo, ya sea rompedor e incómodo, liberador y majestuoso, feo, inexplicable, dañino, y sucede aunque esa evolución nos haga parecer incultos, perturbados o incapaces. Que se lo digan a Beethoven cuando estrenó la Séptima sinfonía y Friedrich Wieck, padre de Clara Schumann, dijo que solo podría haberla escrito un borracho, o según Carl Weber, alguien a punto de ser ingresado en un psiquiátrico. ¿Y qué decir de científicos como Copérnico o Galileo, perseguidos por sus hallazgos? Si ellos asentaron las bases de la física, en la música el genio alemán se apoyó sobre el sonido heredado como en una viga maestra y construyó sobre ella una nueva estructura musical en la que nos seguimos cobijando cada vez que lo escuchamos. El problema, por tanto, no es retocar la realidad, a la vista está que la historia de la humanidad está hecha de cambios, desobediencias e incluso casualidades que alentaron la luz: cada cambio, para sus coetáneos, es difícil de asimilar, pero nuestra era se enfrenta ahora a un reto añadido ya que hemos equiparado nuestra capacidad de cambio al poder de tergiversarlo real, y sin la noción de lo intocable como clave de bóveda, nos estamos quedando sin referencias, a la intemperie.

Una mentira se puede retocar sin perder su esencia; una verdad retocada simplemente deja de serlo. Intervenimos el lenguaje que usamos, la cara, nuestros cuerpos, las fotos y los vídeos que mandamos de nosotros mismos; intervenimos el discurso a través de las redes sociales para proyectar una identidad social concreta; intervenimos la tecnología. Ante esta cultura del retoque, ¿cómo responde tu identidad personal, esa noción íntima del yo que tiene voz propia y traduce estas palabras en sentidos y réplicas en tus sienes? La casa retocada sigue siendo una casa, el texto creado por un algoritmo sigue siendo una redacción, y la familia real británica sigue siendo una familia a pesar de la manipulación de sus imágenes, pero todo desprende un tufo a ficción realista, como ese puente romano colmado de musgo y humedades y marcas del artesano que pulió sus piedras, pero cerrado al público por riesgo de hundimiento.

Llevamos toda nuestra historia retocando: los planos de las catedrales fueron retocados a medida que se erigían; Velázquez retocó Las Meninas; a diario al recordar, retocamos lo vivido; este texto ha sido retocado decenas de veces, ¿por qué ahora es distinto y no sabemos parar? Borges decía que un libro no se acaba hasta que entra en imprenta, pero detrás de la polémica y el desarrollo de programas de inteligencia artificial para crear lo nuevo, me pregunto qué cincel mental estamos usando para que el proceso evolutivo, lento y sutil, nos haya traído a un presente en el que se prima la veracidad y no la verdad de lo que nos rodea. Lo intocable ha pasado de ser un concepto elevado a una idea anacrónica en el momento en que perdimos el respeto a lo real, y ante esto, no resulta extraño que las ciudades, como las caras, o nuestras fotos, se parezcan tanto entre ellas. No es solo el fenómeno que aprieta a las urbes, con ese sentido «franquificial» del espacio, es también esa franquicia de la belleza que hace que los retoques en medicina estética se hayan incrementado 215% en 10 años, según la Sociedad Española de Cirugía Plástica.

Lo intocable siempre fue y será la verdad, lo inamovible de las certezas fue el refugio físico y moral de las generaciones que nos precedieron: saber que la Estrella Polar siempre marcaba el norte, que el sol salía por el oeste y aseguraba las cosechas determinados meses al año y que Dios era la respuesta a todas las cosas fueron las tres dimensiones de la realidad más básica sobre la que evolucionó el ser humano. Ahora somos capaces de crear herramientas infalibles de navegación, la libertad de movimiento ha sido una conquista social y económica, y todas las respuestas están en Google, donde a diario surgen dioses de quita y pon. La línea que separa lo intocable de lo manipulable es cada vez más fina, y en este fluir del tiempo cada vez menos denso, algo se está evaporando por la grieta del tejado. Supongo que será nuestra esencia, o quizá solo estemos borrachos.

Artículo publicado en el diario ABC de España