Doña Blanca Rodríguez de Pérez siempre fue una Gran Dama. Lo de “primera dama” fue un accesorio. Porque desde adolescente brillaba en su conducta ese ser noble y esa recia personalidad que la caracterizó como una mujer valiente, que jamás se rindió ante las adversidades.
Fue una gran señora en toda la extensión de la palabra.
Su probada sensibilidad social quedará como una de sus muestras palmarias de haber sido una persona consagrada a servirle al prójimo. Sin mirar a quien. Sin caer en la extravagancia de parcelar los recursos que la vida puso en sus manos. Siempre fue generosa, amplia y justa. Ese es su signo. Por eso será recordada con cariño en el seno de las familias venezolanas.
Tuve la honra de conocerla y tratarla junto a sus hijas y nietos, a la vez de trabajar mancomunadamente en la implementación de los programas sociales que se empeñaba en sacar adelante, superando todo tipo de trabas financieras u obstáculos inimaginables.
El programa de los Hogares de Cuidado Diario era su consentido. Fue uno de los planes pioneros que marcaron su obra en beneficio de los más necesitados. Pero el valor de sus esfuerzos es que trascendían a los simples repartos de ayudas, por ejemplo, con canastillas. Ella siempre decía que “es necesario forjar madres trabajadoras, darles las herramientas para que creen su capital como semilla financiera, porque eso es lo que hará posible sus éxitos como emprendedoras”. Recordaba con gran orgullo y emoción a la vez, los créditos que promovió a través de Corpoindustria, materializados en máquinas de coser, que permitieron a miles de madres venezolanas instalar sus talleres de corte y costura. “Qué maravilla saber que muchas mujeres hoy son propietarias de sus negocios y además buenas pagadoras, porque se ocupan de cancelar puntualmente sus cuotas por el crédito recibido”. Así lo exclamaba, a los cuatro vientos. Se sentía ufana por los servicios prestados. No buscaba glorias ni reconocimientos. Lo hacía de corazón. Esa era su naturaleza.
La madrugada del 4 de febrero de 1992, ambas estábamos defendiendo la democracia. Ella en la residencia presidencial La Casona, en donde se encontraba con hijas y nietos. Yo, mientras tanto acompañaba a Antonio Ledezma en el Palacio de la Gobernación de Caracas, blanco de la metralla insurrecta. Las evidencias del asedio con morteros que fueron disparados por los sediciosos quedaron plasmadas en las grietas de las paredes y techos tiroteados de La Casona. Ante ese acoso implacable, doña Blanca se mostró con una firmeza y valor encomiable, digno de la mujer venezolana.
Hace un mes publicamos un artículo relatando su obra. Qué oportuno fue ese homenaje en vida, a quien seguirá viviendo en el recuerdo respetuoso de cada ciudadano venezolano. Porque más allá de las diferencias políticas y por encima de las diatribas en las que se veía dando batallas su compañero de toda la vida, el expresidente Carlos Andrés Pérez, doña Blanca será siempre respetada y admirada en cada hogar de la sociedad venezolana. Ella supo ganarse ese galardón, ese que sí apreciaba de verdad: el respeto de sus compatriotas.