OPINIÓN

Una falacia en sí mismo

por Emilio de Diego García Emilio de Diego García

El paso del estado del «bienestar» al estado del «malestar», jalonado en nuestro país por las infamias del 2004, sufriría un evidente agravamiento, en los últimos años. A las tensiones socioeconómicas y al desgaste institucional vendría a sumársele la catástrofe sanitaria. Sin embargo ya, en 2018, no era fácil una respuesta políticamente eficaz. La realidad desafiante se mostraba irreconducible, satisfactoriamente, por las viejas fórmulas del siglo anterior. Llegaba la hora del populismo y la demagogia, ofreciendo, desde aquel presente desasosegante, un futuro feliz, que siempre está por llegar. La supuesta «solución» se revistió con los discursos retóricos de la posverdad, en los que la metáfora política encuentra su campo. Entre los asaltantes del poder, pertrechados de tales armas, ocuparía papel protagonista el heredero de un socialismo en escombros que, con ochenta y cuatro escaños, se disponía ya a gobernar a cualquier precio.

El doctor Sánchez y la ética posiblemente no se habían saludado nunca, tal vez porque nadie les presentó. Una lectura, altamente recomendable, de su discurso de 31 de mayo de 2018, en el cual trataba de justificar su moción de censura contra Mariano Rajoy, y su actuación desde aquella fecha, así lo atestiguan. En todo caso parece obvio que no se tratan, ni en el dominio de la «ética de la convicción» ni menos aún en el de la «ética de la responsabilidad». Decía Weber que la vocación política exigiría abrazar con pasión una causa, pero hacerlo sin vanidad y con mesura, con prudencia y fortaleza interior, en defensa de los más altos valores humanos, sin olvidar el sentido de la responsabilidad. Sólo un político de estas cualidades tendría la calidad exigible al gobernante. Cualquier parecido con el presidente en funciones, aun admitiendo como causa legítima su personal codicia del poder, sería difícil de encontrar. En todo caso no parece que merecería poner su mano en la «rueda de la historia», asunto que tanto le preocupa.

Según el entonces aspirante a presidir el gobierno, España necesitaba, con urgencia, acabar con la corrupción; fortalecer las instituciones; el aumento de la confianza de los ciudadanos en la clase política, para afianzar la gobernabilidad del país; potenciar el diálogo entre los partidos (entonces no consideraba como posibles interlocutores a los de su banda izquierda y otros semejantes), … y así una serie de cambios cuyos nefastos resultados a día de hoy no es preciso repetir. Pero la estabilidad institucional cuya recuperación le parecía urgente al promotor de la moción de censura, puede lograrse por varios medios: a) la anuencia mayoritaria de los ciudadanos al poder, motivada por algún tipo de solidaridad social y política; b) el consenso construido sobre ésta; c) la represión.

Ese discurso requiere un permanente esfuerzo para mantener la verosimilitud, por eso su reiteradísimo «cambio de opinión». No obstante, algo permanece invariable, en su proyecto, el afán de conservar el poder; primera y última razón de su política, como la capacidad de imponer su propia voluntad, venciendo cualquier resistencia. En la constante paradoja sanchista, entreverada de ambición y desprecio, sólo cabe el cinismo como actitud política, que permanece colgada sobre nuestras cabezas cual espada de Damocles. En la medida que ceda la adhesión voluntaria crecerá la represión también sobre los correligionarios.

Su estrategia política se basaría siempre en un discurso apoyado en la imposición de la virtualidad sobre la verdad; según el cual basta presentar algo como verdadero, aunque no lo sea, para que una sociedad escasa de capacidad y espíritu críticos, lo acepte como tal. La herramienta fundamental en una retórica de esta naturaleza es la metáfora, que resulta eficaz en contextos de conceptos débiles, difusos, premeditadamente confusos, peligrosamente gastados o incluso muertos. Por este camino todo pasa a ser, inevitablemente, una metáfora, la democracia y lo que ella supone, empezando por la Constitución; la igualdad de los ciudadanos ante la ley, la justicia, la libertad en todas sus formas …

La metáfora quiebra cuando desaparece la verosimilitud y aflora inevitablemente el conflicto íntimo entre la razón y la mentira. A partir de ahí pierde sus principales recursos. La seducción y la persuasión ceden su lugar a la amenaza y el dominio de la condición sutil es ocupado por la violencia de la represión, que deviene insoportable, provocando el fracaso. Por ejemplo, la metáfora llega a la frontera de su autodestrucción cuando pierde su carácter de apariencia frente a la verdad. Cuando un sujeto manifiesta que comete sus tropelías contra España, en nombre de España, sobrepasa los límites retóricos, con la consiguiente pérdida de credibilidad. Al final también el político, paradigma de la suplantación metafórica de cualquier realidad, termina siendo metafórico en su peor versión. El presidente en funciones representa la culminación de este modelo. La destrucción de la ficción culmina en la destrucción de sí mismo.