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Una era de gobernantes con finales oscuros

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En la historia reciente de nuestros países latinoamericanos encontramos una larga saga de gobernantes que no tienen finales felices. O terminan condenados a prisión, huyendo de la justicia por actos de corrupción y violación de las Constituciones­, investigados por los organismos internacionales de derechos humanos o convertidos en nuevos tiranos que han instaurado gobiernos no democráticos ­–sin elecciones libres– sostenidos por la fuerza militar.

El suceso más reciente, el de la salida de Pedro Castilllo de la presidencia de la República del Perú, es uno de los más impactantes. Aunque parece no haber suscitado sorpresas ni al grueso de sus electores ni a los miembros de su gabinete. La prueba es que no hubo manifestaciones masivas de rechazo inmediato a la medida.

Quizás porque fue muy obvio que Castillo —alguien evidentemente no capacitado intelectual y políticamente para ejercer la primera magistratura­— venía cavando su propia tumba política y terminó de hacerlo al intentar disolver el Congreso siguiendo los métodos que instaurara Fujimori, allá por la última década del siglo XX, y Nicolás Maduro, en la segunda del siglo XXI. O quizás, porque estamos ante un Congreso para el que despachar a presidentes se ha convertido un acto de rutina que. Ya llevan seis uno tras otro. Además, por mayoría simple.

Castillo obviamente no tuvo el talento fraudulento de Fujimori porque igual no tenía un Montesinos a su lado. Tampoco la impunidad de Maduro, cuando disolvió el parlamento venezolano, porque las Fuerzas Armadas y el Congreso no le acompañaron en el lance. Reaccionó tarde y sin visión. Cuando se vio derrotado intentó hacer un by pass, pero le salió una morisqueta. Y en asunto de horas tuvo tres roles distintos. Pasó de ser un presidente electo democráticamente, a convertirse en efímero dictador, disolviendo el Congreso y otros poderes legítimos, para luego terminar fuera del poder detenido por violar la Constitución.

Aunque más evidente en su fracaso, y más breve su paso por el poder, la historia de Castillo ocurre pocos días después de que la justicia argentina presentara una condena, aun confusa, a la expresidenta y vicepresidenta Cristina Kirchner, a quien un tribunal ha encontrado asociada con largas acciones de corrupción.

Para los venezolanos el vergonzoso final de la Kirchner tampoco es nada sorpresivo, pues todos recordamos aquel rocambolesco incidente que protagonizaran fichas operativas del presidente Chávez y la estatal petrolera Pdvsa, cuando lograron pasar ilegalmente a Argentina, en el año 2007, un maletín con 800.000 dólares en efectivo llevados por los funcionarios venezolanos para la campaña electoral de la señora Kirchner.

Sigamos con el inventario. Rafael Correa, expresidente del Ecuador, fue procesado por la justicia local en el año 2018 y junto a una boleta de detención para que la Interpol ejecutara su captura y extradición. Tuvo que salir huyendo de su país, condenado también por corrupción e inhabilitado políticamente. Le sucedió en el gobierno su segundo de a bordo, Lenín Moreno, quien se hizo presidente en elecciones democráticas. Pero Correa se les escapó y hoy vive un destierro itinerante.

Lula da Silva fue más responsable. Pero igual pasó 580 días en un calabozo. Lula había sido condenado en primera instancia a nueve años y seis meses de prisión acusado de “corrupción pasiva” por el juez Sergio Moro en un affaire ligado, igual que el de Correa, a la legendaria Odebrecht. Aceptó estoicamente el juicio y sus días de cárcel hasta que otro juez de la Corte Suprema de Justicia brasileña anuló todas las sentencias en su contra. Lula no huyó, como Correa, volvió por sus fueros y arribó de nuevo a la presidencia del Brasil, ahora con popularidad disminuida que se expresó en una cerrada contienda con el también ahora expresidente Jair Bolsonaro.

Evo Morales no terminó mejor. En su obsesión, compartida con Chávez, Ortega y Maduro, de reelegirse presidente una y otra vez, Morales, un hombre que pudo haber cerrado su ciclo presidencial en la legalidad, terminó fuera del poder. Y, aunque algunos creen que se trató de un golpe de Estado, hay que recordar el inmenso movimiento de masas que puso fin a su presidencia y dejó un momento de gran inestabilidad. Morales también tuvo que salir de su país y pasar un tiempo itinerante acogido por gobiernos aliados.

Tampoco Daniel Ortega ha terminado nada bien. Aunque sigue inamovible en el poder, y ya ha gobernado más años que muchos dictadores nicaragüenses, de haber sido un héroe de varias generaciones de latinoamericanos que apoyaron y auparon sus luchas democráticas y las del Frente Sandinista contra la dictadura de la dinastía Somoza, terminó siendo igual o peor que los tiranos bananeros a quienes enfrentó.

Ahora es una figura deplorable, represor y corrupto, reconocido mundialmente por su capacidad para asesinar a los jóvenes en las calles; perseguir oenegés y sacerdotes; encarcelar a la dirigencia política; cerrar diarios, radios y televisoras que no le hacen coro, y; enviar al exilio al gran escritor Sergio Ramírez, premio Cervantes 2017, a quien todos quienes le conocemos admiramos por su equilibrio, lucidez y sabiduría.

A los chavistas no le has ido mejor. Porque, aunque igual siguen en el poder, se quedaron precozmente sin el líder fundador que murió sin haber logrado el sueño de gobernar por veinticinco años continuos a Venezuela dejando como legado una nación catastrófica, empobrecida, sin futuro, con una de las más grandes desigualdades sociales de la región, de la que 7 millones de apenas 30, hemos tenido que escapar huyendo, unos del hambre y la inseguridad, otros de la persecución política y la imposición a dedo de un gobernante, Nicolás Maduro, a quien hasta líderes de izquierda latinoamericanos, como Pepe Mujica y Gabriel Boric, califican sin ambages como un dictador.

Hago este recuento decepcionante al cierre de la misma semana en la que se ha celebrado internacionalmente el Día de los Derechos Humanos, rememorando la aprobación en diciembre de 1948 de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Una fecha con dos rostros: uno, esperanzador, porque celebra un documento que reivindica el valor supremo de la persona humana y la universalidad de sus derechos.

Y, otro, preocupante, porque vivimos una época en la que ha habido una involución notable en muchos países que habían logrado avances sustanciales en la aplicación de los contenidos esenciales de la Declaración y hoy son conducidas por gobernantes, que cometen sin piedad crímenes de guerra como Putin. O por tiranos como Maduro, a quien algunos organismos internacionales lo han encontrado con méritos suficientes para ser procesado por crímenes de lesa humanidad.

Una era en que uno de los principios básicos de la democracia, y de la defensa de los derechos fundamentales –la autonomía de poderes– es permanentemente violado por sus gobernantes.

Artículo publicado en el diario Frontera Viva

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