Ya la inteligencia británica y la americana se han dado la mano para trabajar en conjunto temas de espionaje que tienen que ver con los hallazgos encontrados por los dos países en sus investigaciones acerca de los orígenes del SARS Cov-2.
Bajo la presidencia de Donald Trump, ya los americanos habían levantado un dedo acusador en contra de Pekín al señalar que hubo contagios en el Instituto de Virología chino de Wuhan a fines del año 2019 de un virus muy cercano al que ocasionó la pandemia mundial. Ahora es el medio inglés Sunday Times quien pone el dedo en la llaga al dar a conocer información reservada que apunta a que los servicios secretos británicos consideran «factible» que el patógeno saliera de un laboratorio de investigación chino.
En la capital china se ha recibido la imputación con gran molestia, pero en el mundo crece el sentimiento de lo inconveniente que resulta su falta de transparencia en un caso que ha representado un costo acumulado para el planeta de 3,5 millones de vidas para esta hora. Lo que es evidente es la animosidad que los gobernantes chinos están desarrollando en contra de terceros, cada vez que se levanta el asunto vital de la necesidad de ser exhaustivos en la investigación del origen del patógeno.
Esta sensibilidad los está llevando lejos en temas que nada tienen que ver con los científicos o los morales. Es el caso de la diplomacia de la exclusión que han desarrollado desde Pekín en contra de quien ha sido un estrecho socio en lo comercial y en terreno de la inversión: Australia. A partir del momento en que el primer ministro australiano, Scott Morrison, solicitó ante el mundo una investigación independiente y que fueran dotados de poderes extraordinarios a los investigadores internacionales dedicados a echar luces sobre el episodio del inicio de la pandemia en China, la relación bilateral se ha llenado de espinas. China le impuso tarifas y otras medidas de castigo a sus importaciones de vinos, alimentos y carbón. Las inversiones chinas en Australia, que forman parte de un acuerdo de promoción, están siendo penalizadas. Unos cuantos altos jerarcas han acusado a Australia de racismo y crímenes de guerra al tiempo que se ha levantado una lista de “agravios” sufridos de parte de los australianos para desarrollar en torno a ellos una respuesta que los equipare.
Existen dos teorías de conspiraciones andando en paralelo: la del mundo occidental alimentada por el ex mandatario Trump que señala a China como causante de buena parte de los males del resto del mundo –el de la pandemia global entre muchos otros– y la de China puertas adentro, donde se maneja la tesis de que en el mundo exterior le endosan a China las culpas de los contagios con el deliberado fin de debilitar su poderío. La humanidad probablemente nunca conocerá el detalle de la manera en que se destapó este período luctuoso de la salud planetaria y lo que por ahora viene quedando claro es que del lado chino es mucho más lo que se esconde que lo que se evidencia, a pesar de que Pekín haya accedido, con pocas ganas, a que la ONU desarrolle tareas de exploración en su territorio.
Una cosa es diáfana: el que China haya ocultado –y lo continúe haciendo– el origen real de la enfermedad no quiere de oficio decir que el virus fue creado en sus laboratorios con fines perversos. Lidiar con la cultura china del orgullo nacional es bastante más complejo de lo que asumimos con nuestros criterios occidentales, lo que tampoco quiere decir que su visión de su responsabilidad formal frente al colectivo sea la correcta. Nunca entenderemos que su manera de defenderse de imputaciones reales o posibles sea la agresión, pero es eso lo que estamos viendo.
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