La contraofensiva ucraniana en la región de Járkov y la precipitada retirada de las fuerzas rusas –abandonando, en su huida, tanques, vehículos blindados y municiones, disfrazados de civiles, robando bicicletas– de un territorio ocupado desde el inicio de la invasión, podría marcar un punto de inflexión en la guerra.
Ambas maniobras han alimentado una sensación de optimismo en Kiev y en las capitales occidentales y sembrado desaliento en la otra orilla.
El deseo de evitar la verdad, el mayor tiempo posible, es especialmente frecuente en los regímenes autoritarios. El Kremlin, aturdido por el avance enemigo, recurrió a contorsiones sintácticas para explicar que la estampida rusa «no es retirada sino reagrupación».
Pero lo que está ocurriendo «es una señal de que el control del Estado ruso sobre la narrativa se está resquebrajando», a pesar de la defensa del «reagrupamiento» que, según el Ministerio de Defensa, se produjo sin una sola pérdida para Rusia y con unos 4.000 ucranianos muertos.
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Camino de cumplir 70 años, Putin, el hombre complejo que ha prosperado gracias a un monopolio inexpugnable de poder y riqueza, se aferra –obstinadamente– a la negativa a retroceder nunca, y apuesta porque el apoyo occidental se desmoronará y Ucrania se rendirá un día.
Pero al aflorar las primeras críticas, se encuentra entre dos fuegos. Por un lado, una rara señal de disensión pública –en 35 municipios de Moscú y San Petersburgo– pone en cuestión los motivos esgrimidos para encender la hoguera de esta guerra de desgaste, llamada de forma engañosa «operación militar especial».
En el otro extremo, ante la magnitud real de las pérdidas, la facción dura exige: acción militar más recia, ataque a la infraestructura civil y movilización obligatoria. Es decir, respuesta con todas las consecuencias.
Entre ambas, un amplio grupo –leal pero pasivo– que sociólogos cifran en 80%, de ciudadanos políticamente apáticos, «ajenos a la política», centrados en sus propias vidas, que ven la guerra como algo que no le incumbe.
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Con el repentino cambio del viento –fuerzas rendidas a un ritmo asombroso, unidades de combate diezmadas, nuevas pruebas de crímenes de guerra– aparecen razones que tienen que ver con factores humanos y materiales.
Sun Tzu en El arte de la guerra escribió: «Las batallas se ganan o se pierden antes de librarse». Partiendo de un mal cálculo –la rápida capitulación del débil– Rusia invadió Ucrania con tropas insuficientes y en el primer mes de la invasión se esfumó el objetivo y a Putin le salió el tiro por la culata, al revitalizarse la OTAN –con Suecia y Finlandia a bordo– y quedar demostrado que el ejército ruso no está ni de lejos a la altura del de Estados Unidos, China o la OTAN.
En la víspera del Día D –desembarco de Normandía en la Segunda Guerra Mundial– Eisenhower dijo: «Nuestra victoria está asegurada porque no hay poder en la tierra tan fuerte como el de una democracia despierta».
Los ucranianos –que tienen mucho que perder y combaten por su propia existencia como pueblo libre– lucharán y morirán para recuperar su país. Motivados y armados con armas occidentales de alta tecnología, están logrando –con tenacidad y muchas bajas– contener la ocupación rusa de todo el país.
A todo esto, una pregunta retórica: ¿conoce el público ruso el alcance de las pérdidas en Ucrania? Mientras mueren sus hijos, el ciudadano –pasivo e intimidado– advertirá que esta es la guerra de Putin y sus amigos y las madres no tolerarán esas muertes durante mucho más tiempo.
Si se decide por la movilización general –como le están exigiendo los halcones– es posible que pueda conservar durante un tiempo parte del territorio invadido. Con 10.000 soldados muertos al mes, esa cadencia no resulta sostenible.
En el territorio capturado durante seis largos meses, los soldados rusos, sin liderazgo real, están viviendo en condiciones penosas. Han arrasado infraestructuras y pueblos –muchos sin electricidad ni agua corriente– y en tales circunstancias el mantenimiento del territorio tampoco es sostenible a largo plazo. Alrededor de 100.000 jóvenes –sin compromiso personal de ningún tipo– no quieren dejarse matar en una guerra en la que Rusia no tiene nada que ganar. Y eso afecta a la moral.
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Con el suministro de armamento occidental, que evidencia ser superior, el ejército ucraniano ha conseguido hacer frente a la agresión, destruyendo equipos rusos, lo que está contribuyendo a cambiar el rumbo de la guerra.
Ganó las batallas de Kiev y Járkov con jabalinas y ManPADs (sistemas de defensa aérea portátil, misiles tierra–aire). Detuvo la ofensiva rusa en el Dombás con obuses autopropulsados (PzH 2000), los más avanzados del mundo. Ahora está tratando de recuperar Jersón con HIMARS y HARM, cuyo estreno como arma táctica, es decir, su uso contra unidades de primera línea en lugar de objetivos estratégicos detrás de las líneas rusas –como depósitos de suministros– ha sido un éxito asombroso. Con sólo 16 unidades están causando estragos en las líneas de suministro, mando y control rusas.
Debido a las sanciones a materias primas críticas, la economía de Rusia ha perdido capacidad militar para un conflicto prolongado. Pero la mayor pérdida será la confianza de cualquier país para depender de su energía.
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Los días en que se podía invadir y mantener un territorio han terminado en todas partes. Después de los reveses sufridos, de ponerse de relieve sus debilidades y no tener grandes reservas de mano de obra ni de equipo, ¿cuál será la reacción de Putin?
Si se decide por la movilización general, es posible que pueda conservar durante un tiempo territorios invadidos, pero no es la respuesta, ya que lanzar tropas –mal entrenadas, equipadas, motivadas y dirigidas– contra una fuerza curtida en la batalla, es sólo una receta para el desastre.
Sin que quepa descartar que una vez reclutadas y entrenadas, esas mismas tropas se revuelvan contra la oligarquía. Ya ocurrió en 1917 y puede volver a ocurrir.
En esa línea de precaución, cabe preguntarse si alguien en el Kremlin ha visto recientemente El acorazado Potemkin, la icónica película de Sergei Eisenstein (1925) sobre el motín a bordo de un buque de guerra ruso de la época zarista.
La estrategia –basada en la inteligencia y la motivación– puede llevar esta guerra a una conclusión que Rusia no quiere. Desde el punto de vista de la OTAN, el peligro estriba en que Ucrania gane demasiado, con demasiada facilidad. Pero esto habrá que verlo.
Si el Kremlin llegase a ordenar el uso de cualquier arma de destrucción masiva –química, biológica, nuclear táctica– tendría como respuesta el suministro a Ucrania de armas capaces de contrarrestar el ataque. La realidad es que sigue atacando infraestructuras civiles, escuelas, hospitales, centros comerciales.
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Esta realidad, convulsa e incierta, anima a releer Padres e hijos, la novela del escritor ruso Ivan Turguéniev, publicada en 1862, en la que –ante la decadencia del Estado zarista– previó la inevitable rebeldía de los jóvenes y la radicalización en su modo de pensar, anticipando –con bastante exactitud– la evolución política de Rusia.
Turguéniev reflejó un conflicto moral entre la generación –bien intencionada, débil e inútil– de los nobles y conservadores «padres» –ricos con camisas almidonadas– y los «hijos» –nihilistas, prerrevolucionarios y decididos, sin religión ni relevantes valores, estéticos o morales–.
Resulta primordial que Occidente sepa medir bien el «después» y decirle al pueblo ruso que el dinero robado por los oligarcas será devuelto a los ciudadanos, como muestra de justicia y honor y para paliar odio y rencor. Sería ejemplar para una sociedad tan maltratada.
En recuerdo a Javier Marías: «Nadie acepta ya que las cosas pasan a veces sin que haya un culpable, o que las personas se echan a perder y se buscan ellas solas la desdicha o la ruina»
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