La década que comienza probablemente será mundialmente enigmática y convulsa, como pocas. Atrás quedan los aires más bien benévolos y promisorios que siguieron a la caída del socialismo real europeo y el ascenso de la fórmula neoliberal que prometía desarrollar el globo en extrema libertad. Ambos modelos han dado paso a un vacío que comienza a llenarse de violencia del más diverso tipo, desde el cada vez más presente cambio climático a la vuelta de derechas fascistoides esparcidas por todo el planeta. De la multiplicación de guerras locales a las calles de muchas latitudes llenándose de voces iracundas. De la subsistencia de la pobreza milenaria, levemente modificada, a nuevas formas de desigualdad económica que afecta a la casi totalidad de la sociedad, de forma creciente. Del individualismo y el consumismo a lo mejor sin antecedentes a la pérdida de valores y sentidos. De la depravación de la verdad comunicacional a la multiplicación de la pornografía como modelo societario. Del armamentismo convencional descarado a la reactivación del arsenal nuclear. Del racismo a la multiplicación exponencial de decenas de millones de migrantes desvalidos. Y pare usted de contar. Las “tinieblas del mundo” ha dicho Francisco en Navidad.
Creemos que también podría hacerse una lista de signos de progreso y bienestar, sobre todo producto de la revolución científico-técnica en que estamos involucrados o de logros notables de equilibrios identitarios. No todo es oscuro. No todo tiene que ser oscuro mañana.
Pero si miramos nuestro continente constataremos que en los últimos años, y en especial, en el más inmediato pasado, podemos observar una suerte de pluralidad e inestabilidad verdaderamente temible. En los últimos cambios de gobierno hemos visto sustituir democracias populistas nefastas por democracias más plenas. Pero también hemos palpado las fragilidades de estas, como el caso argentino. Y hemos visto expandirse la corrupción como una peste insaciable, minando las posibilidades de desarrollos estables y el robustecimiento del espíritu cívico de la región latinoamericana. O la emergencia, por vías electorales, de gobiernos de ultraderecha, preñados de los peores vicios cívicos y morales como el de Bolsonaro en Brasil y, por supuesto, en primer lugar, el gobierno de Trump en la nación más poderosa del mundo. Y muy recientemente hemos visto situaciones de violencia en diversos escenarios nacionales, a veces feroces. Tan inauditas como las de Chile, tenida por el modelo de desarrollo político y económico de la región. O Bolivia, Ecuador o Colombia. Casi todos ellos son todavía procesos en desarrollo.
Y, por último, tenemos que referirnos al caso, en muchos aspectos el más dramático, de Venezuela, que ha visto devastar su economía, prostituir su política y sus instituciones, hacer migrar más de 5 millones de sus moradores, buscando subsistir, y reprimir sin miramientos cualquier disidencia. En veinte años hemos visto descoyuntar hasta en sus estructuras y servicios básicos a uno de los países potencialmente más ricos del continente. Y hemos sido impotentes para derrocarlo. Es nuestra gran tarea para recobrar el derecho a llamarnos país.
Basten estas breves e insuficientes pinceladas para trazar la geografía de un decenio en que tendremos que reinventar los principios y caminos de un mundo que parece haber perdido sus nortes y amenaza con caer en una prolongada noche. A comenzar por los mandatos más altos que deben regir la especie, los grandes itinerarios, con los cuales hemos dejado de contar.