Mucho antes de que se inventara la imprenta, hacia finales del año 1200 d.C., el amanuense Rustichello de Pisa escribió un libro conocido en italiano como El Millón, traducido luego al español como El Libro de las Maravillas, donde Marco Polo es el protagonista. Allí, algún curioso encontró estas líneas:
A las estrellas de la mañana les agradezco el nuevo día ¡su candil a esta hora y todo se eleva!
La luna amanece risueña un poquito más arriba. El hilo negro de la montaña dibuja su silueta en el fondo oscuro, negro sobre negro… Prosigue el milagro…
Una tonada se escucha lejana. Van levantando los cuerpos y el pan. Levantan las oraciones y la brisa, las mares saludan, los otros pájaros también entonan. Levantan las penas y las alegrías… Las hebras invisibles del café vienen a sumarse.
El sol ha comenzado a pintar el cielo con sus colores y fantasías. Trae más hilos para seguir trenzando el porvenir, prepara el soporte para las loas y otras maravillas.
Inspirado es esas líneas, un buen día, René F. se percató de su fortuna. La descubrió una mañana después de muchos años de pesares. Ya no recordaba si estaba despierto, si estaba dormido y lo soñaba, o si estaba en la duermevela. Eso no importa mucho.
Lo cierto fue que esa noche levantó la mirada y contempló una hermosa construcción, grande, enorme, móvil y sutil sobre la línea del horizonte y con muchas ventanas, balcones y azoteas que flotaba sobre el espejo de agua de Soro y otras veces sobre el Mar de Saltón en un pueblo diminuto, o sobre Playa Bombay. Se parecía al castillo de los Pirineos.
A veces, la construcción va a gran velocidad y altura, otras veces se mueve como una nube, despacito, comenta René F… Allí había una ventana para cada amiga, una para cada amigo. Todos como peces en el aire. Cada quien con su ventana y allí, cada cual en lo suyo.
Si una o dos ventanas estaban cerradas, quedaban diez, veinticinco, cuarentidos abiertas. En unas las luces prendidas, otras a media luz, otras en negro. Unas iluminadas con lámparas, otras con energía lunar, otras con velas, otras a oscuras. Se asomaba alguien y saludaba. A veces invitaban a pasar y a veces no invitaban. En algunos casos no eran necesarias las invitaciones. Otros se guardaban y no asomaban ni un pañuelito. En una azotea, algunos de los amigos tomaban y celebraban y quien quería se sumaba, así no más. Otro que volaba su papagayo, solo y tranquilo en su terraza. Por lo general, las puertas vivían abiertas y la concordia paseaba, iba y venía, como perro por su casa. Había quien cerraba con llave y candados y se marchaba.
René F. me contó una vez que, en varias ocasiones, la construcción ha caído súbitamente sobre alguna superficie infecta provocando infortunios pasajeros seguidos de concordias perdurables, para después seguir atravesando los cielos como una ballena. En estas caídas solo revientan, por supuesto, las personas perjudiciales. No hay ningún riesgo para las demás.
También René F. me contó: en esta construcción de muchas ventanas sobre la línea del horizonte se vive bien y con tanta felicidad que, quien no silba, canta y hasta se tocan instrumentos para que la música vuele con el viento. Hay quienes todavía llevan serenatas a las muchachas. Hay quienes imitan sonidos de animales y quien hace soplar el aire entre sus manos para que suene una guarura. Hay quien pinta, hay quien toma fotografías para hacer perdurables los encuentros.
Cuando alguien se marcha, a veces de noche, en silencio, sin avisar, pasa el tiempo y no se le ve más. Basta entonces con acercarse a su ventana y darle dos golpecitos muy delicados al marco para que se asome y seguir sabiendo que allí continúa viviendo para siempre.