Nos reuníamos todos los viernes en un apartado recodo de la plaza para compartir las juergas y libaciones que estilan los chicuelos en plena adolescencia en sus complicadas transiciones a la juventud. Éramos 6 chicos que, a la sazón, estudiábamos en diversos liceos de la localidad. Todos ya fumábamos excepto Domitilo, que se apartaba del sexteto hacia un lado y se sentaba en un distante lugar sentado en el pretil de cemento que rodeaba el circular área de la plazoleta ornamentada con gramíneas y profusas ixoras amarillas, rojas, rosadas y ligeramente azules. Cuando todos encendíamos cada uno sus cigarros con un cerillo de fósforo porque no existía o no conocíamos yesqueros, Domitilo, airadamente molesto prorrumpía con un ¡coño, vale, ya van a fumar, nojoda; yo no sé que coño le ven ustedes a esa vaina de chupar como unos güevones un pitillo cancerígeno. Y seguía por unos minutos con su retahíla de sermones contra lo que los demás considerábamos el delicioso “arte de fumar”.

Chuíto, el retaco moreno de voz gruesa y nariz de bofló, inmediatamente atinaba a responder a Domitilo con rezongo: no le paren bolas a ese marico, que él no fuma porque cuando llega a su casa la mamá le huele la camisa y si huele a nicotina inmediatamente recibe una tunda de coñazos y hasta correazos le llueven sobre la espalda. Ya tú vas a ver que cuando terminemos de fumar esta ronda ése se acerca para chupar un buchito de la botella de anís. Al cabo de la fumanda y cuando Eustoquio hubo de aspirar la última calada del tocón de colilla de su cigarro extrajo de una pequeña mochila que siempre llevaba al liceo con libros y cuadernos una botella de anís y exclamó: -Domitilo, epa, ve p’acá, al tiempo que alzaba por encima de sus hombros el litro de anís. Enseguida en señal de aprobación se acercaba Domitilo, dócil y contento con una amplia sonrisa que le iluminaba el rostro por la promisoria alegría que prometía el festivo compartir del fin de semana. Una vez el Viejo, -así le decíamos por cariño porque tenía un mechón blanco de cabello en el lado izquierdo de la cabeza que le daba un aire de aparentar ser el mayor del grupo- le quitó la etiqueta a la botella y dijo: vamos a echarle un chorrito a los muertos que en paz descansen. El Viejo alzó la botella y sorbió un trago arrugando la frente y frunciendo el ceño en señal de que lo regañó el primer trago de anís. Con la misma, el Viejo le pasó el litro a Toño, que era el que siempre compraba el licor en la bodega Los Almendrones porque era el negocio que no tenía problemas de venderle ron a menores de edad siempre que llevaran un bolso donde encaletar la botella y no quedar expuestos a la vista de los visitantes consuetudinarios a la bodega Los Almendrones donde también vendían cervezas. Toño escanció un buen trago y también hizo la característica señal de los efectos que causa siempre el primer trago seco y dijo: ¡Coño, brruuuuujjj… me regañó, éste Anís como que está puyao o es importado!

Todos bebíamos tranquilos y en sana paz sin faltarle el respeto a ningún transeúnte. Mientras bebíamos anís y fumábamos, platicábamos acerca de las cotidianidades escolares de cada uno en nuestros respectivos liceos. Entre trago y trago la botella iba bajando poco a poco sin que lo notáramos mucho debido al jolgorio y entusiasmo anímico que producía el gradual efecto anestesiante del anís en nuestras inquietas y arbolarias cabecitas de transgresores chicuelos liceístas. El anís nos desinhibía, nos soltaba la lengua, ninguno de nosotros había probado ni consumido drogas aún. Todos éramos zanahorias; sólo bebíamos ron (del más barato) blanco o colorao y fumábamos cigarrillos, excepto Domitilo, como ya queda dicho al comienzo.

La botella iba palo abajo rumbo a acabarse y sin expresarlo en voz alta todos pensaban en comprar otra, cuando en eso dice en voz bajita, como cuchicheando: «Mira, mira, mira p’allá; qué hermoso culito, ve cómo mueve sus turgentes nalgas la profesora de Educación Física de tu liceo, Chuíto».

La profesora iba embutida en una ajustada licra de color blanco que le remarcaba sus sinuosas caderas desafiantes y resaltaba sus lascivas e insinuantes y firmes nalgas de ansiosa potranca bípeda. ¡Shiiito, muchachos, vean tranquilos, observen a callen, dijo Eutoquio; no vaya a ser que la profe voltee para acá e identifique a alguno de nosotros y el lunes en el liceo nos llame a la seccional para citarnos al representante. Tranquilo, pana, no pasa nada; cambio y fuera, ya pasó el bomboncito y esto está muy hablado, echémonos un trago. ¿Quién va a comprar la otra?

El Viejo dijo: ¡Yo, quién más pues! En un dos por tres reunimos y el Viejo salió en volandillas para Los Almendrones a por el otro litro. Nunca se sabrá qué fue ni cómo sucedió. En el local, en el mostrador, se prendió una discusión y alguien hizo un disparo que hirió mortalmente al Viejo. Por más que se hicieron todos los esfuerzos por llevarlo urgente al hospital no hubo nada qué hacer, el Viejo llegó sin signos vitales a la Sala de Emergencia del nosocomio.


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