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Un venezolano en Ucrania 

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Voy camino a Ucrania por segunda vez. Mientras hablo con mi madre por teléfono, a quien recuerdo tensa cuando me dejó en la parada del autobús para Nápoles hace más de un día, me fijo en las medias azules y amarillas de una chama que duerme incómodamente, con sus abultados bolsos, en el aeropuerto de Polonia. “Sí, mami, todo está bien, no te preocupes», le respondo a mi mamá cuando me pregunta si ya estoy en el hotel. Se tranquiliza y me dice: «¡Qué bien! Que duermas rico». Al guardar el teléfono veo que la muchacha me está mirando a los ojos (ella vio la calcomanía que tengo de la bandera de Ucrania en el forro de mi teléfono) y le digo: «Acabo de mentirle a mi madre». No estoy en un hotel, la tarifa por una noche era demasiado elevada. Esta noche duermo en el piso del aeropuerto porque no me alcanza el presupuesto para ningún tipo de lujo o comodidad. Giulia, voluntaria y refugiada ucraniana, me sonríe con empatía y me dice: «Ven, siéntate conmigo y compartimos este banquillo». Sigue una conversación e intercambio de experiencias entre dos almas que no se conocen, pero que se conocen al mismo tiempo, porque lo que pasa allá, cuando lo vives, te recuerda que la humanidad es una sola.

Al día siguiente tomo el autobús rumbo a Leopolis, que al igual que la primera vez está repleto de mujeres y niños. Esta vez la espera en la aduana ucraniana es muy larga y controlan los documentos meticulosamente. Se siente una diferencia en este viaje, la tensión es más alta que en el primero que hice en diciembre. Los sentimientos hacia el extranjero son sospechosos en el autobús. Al tomar una foto por la ventana a un convoy militar (que estaba lejísimo del frente) se levanta una mujer y me recrimina con fuego en sus ojos que haya hecho la foto (cosa que estoy al tanto es delicado, pero que igual no iba ni a publicar en tiempo real ni después, sino tener para mí como recuerdo privado), casi me grita para que la borre y le enseñe además que lo hice. El señor al lado mío me hace con las manos un símbolo de cuadrilla cruzando sus manos (o sea, me comunica que el enemigo podría triangular la posición a partir de la imagen). Esto me hace sentir mal porque yo vengo a ayudar y entiendo el nivel de tensión que existe.

Llego a Leopolis tarde, a pocas horas de la implementación del toque de queda nocturno impuesto en toda Ucrania para evitar sabotajes. Voy a comprar el billete de tren para Kyiv. Se me dificulta, esta vez no está Aya, la chama que me recibió la primera vez para servirme de intérprete; me mandan de taquilla en taquilla porque en ninguna hablan inglés. Al fin lo puedo comprar y corro a montarme en el tren a solo media hora del toque de queda… Llego a la cabina y me toca más incomodidad, el olor a pie es ácido. Me toca compartir el espacio con dos señoras y un hombre de edad militar. La comunicación de nuevo no es evidente, pero me ayudan a montar la maleta en mi camilla superior y me hacen sentir lo más cómodo posible. El señor me presta su batería para cargar el teléfono y su hotspot para que pueda mandar mensajes, pues ando literalmente incomunicado porque en Ucrania no funciona el operador europeo. Son 9 horas de tren hasta Kyiv y esta noche tampoco duermo bien. El señor en la cabina tiene pesadillas y grita «¡Ukraini, Ukraini!» mientras está en posición fetal y mueve los brazos en defensa propia; no hace falta ser un genio para entender que este fue a la guerra…

Llego a Kyiv de madrugada y me recibe Olexandr, con quien pude comunicarme gracias a un chamo que medio hablaba inglés y me prestó su hotspot antes de que coincidiéramos en un punto de encuentro. Olexandr es amigo de amigos y está encargado de llevarme al apartamento que tienen previsto para la gente que viene a ayudar. No puedo decir ni el lugar ni la función del amigo, pero estamos en confianza en esta red de gente del mundo entero que entendemos y compartimos la lucha. Llego al apartamento después de más de 30 horas de viaje sin dormir como se debe y caigo rendido en la cama. Mañana empezará un nuevo día de un venezolano en Ucrania.

 

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