Ha muerto Roberto Fernández Retamar (La Habana, 1930-2019), el intelectual cicatero del castrismo, en una capital que perpetúa el Periodo Especial tras el colapso de la Unión Soviética y el recrudecimiento del embargo al comienzo de la década de los años noventa.
Una “ciudad” de moteles y bares saturados de chicas y chicos, que ejercen la trata como un deporte ecuestre, con pudientes viejos y longevas izquierdistas del mundo capitalista y recienvenido que buscan un poco de carne lozana a cambio, no de una plática sobre el marxismo leninismo o la invasión de Bahía de Cochinos, sino de una prenda nueva o unas bragas de playa, o si la carne no está afeada por el hambre y la bareta, 10 euros que alivien la vida triste y fétida, o una cena con pollo en algún Paladar o cien gramos de marisco, o unas zapatillas o si fuera posible un móvil, algo que no esté en la cartilla de racionamiento.
Ha muerto tras una larga vidorria de viajes, sumisiones, bajezas y persecuciones. Alto, demacrado, con una barba de tres días y la perilla de siempre, la eterna guayabera de la casta tiránica, manchado el rostro por los tropiezos del destino, con paso cansino, como corresponde a un ejemplar de su especie.
Y el cielo ha llorado. Díaz-Canel, Maduro y Evo, Granma, Sierra Maestra, Prensa Latina, Radio Habana, Bohemia, Trabajadores de Cuba, la Unión de Periodistas con sus directores, vicemandatarios, primeros secretarios y consejeros del despacho han exaltado las virtudes del difunto, elevándole, así, a los altares insignes de la revolución proletaria y la cultura nacional, científica y de masas.
Otro tanto sus corifeos en la prensa del continente, la primera de todas, la revista Arcadia, órgano oficioso del Ministerio de Cultura de Colombia, en representación de las huestes culturales de FARC/Santos y sus compañeros de viaje Arturo Alape (Premio Casa de las Américas), Álvaro Castillo Granada (Premio a la importación de libros de viejo, lámparas art nouveau y deco, óleos, grabados, vajillas y cubertería de apestados cubanos), Carlos Bastidas (Premio Casa de las Américas), Carmiña Navia (Premio Casa de las Américas), Fernando Rendón (1550 lecturas de sus poemas en 90 países), Hugo Niño (dos veces Premio Casa de las Américas), Isaías Peña Gutiérrez, Jaime Mejía Duque, José Luis Díaz Granados, Juan Cárdenas (Premio Casa de las Américas), Juan Manuel Roca (dos veces Premio Casa de las Américas), Margarita García Robayo (Premio Casa de las Américas), Nelson Romero (Premio Casa de las Américas), Oscar Collazos (empleado de Casa de las Américas, donde escribió calumnias políticas contra Lezama Lima, Cortázar, Vargas Llosa y trató de enlodar a GGM tras la obtención del Rómulo Gallegos), Pablo Montoya (Premio Hugo Chávez y Casa de las Américas), Patricia Ariza (Medalla Haydée Santamaría), Piedad Bonet, (Premio Casa de las Américas y Mariana Garcés, progenitora de un tratado donde una señora empuja a su hijo al suicidio a fin de conceder una entrevista a El Mundo de Madrid), Roberto Burgos (Premio Casa de las Américas), Rodrigo Parra (dos veces Premio Casa de las Américas), Rómulo Bustos, Santiago Gamboa, Santiago García (Medalla Haydée Santamaría) o don Vito Apushana (Premio Casa de las Américas).
Nómina que estaría inconclusa sin sus peones de brega venezolanos Alberto Rodríguez Carucci, Eddy Rafael Pérez, Edmundo Aray (Medalla Haydée Santamaría), Enrique Hernández d‘ Jesús, Gustavo Pereira, Luis Alberto Crespo, Luis Britto García (cuatro veces Premio Casa de las Américas), Miguel Márquez o William Osuna. Algunos más muertos que vivos. Menos premiados, que mal atendidos, durante los 58 años que estuvo Retamar al frente de esa agencia de sometimiento estalinista que es Casa de las Américas.
Todavía hay quienes creen que el advenimiento del boom de la literatura de América Latina fue una secuela de la Revolución cubana, la Casa de las Américas y las rediciones de Calibán, el tratado doctrinario de Fernández Retamar. Pero no es cierto. Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma habían premiado con el Formentor, en 1961, a Borges y premiarían o divulgarían, con el Biblioteca Breve de Seix Barral a Carlos Droguett (1959), Carlos Martínez Moreno (1961), Mario Vargas Llosa y Manuel Zapata Olivella (1962), Vicente Leñero, Mario Benedetti y Jorge Edwards (1963), Guillermo Cabrera Infante (1964), Manuel Puig (1965), Carlos Fuentes (1967), Adriano González León (1968), José Donoso y Alfredo Bryce Echenique (1971).
Entre 1967 y 1976 Barral y Carmen Balcells, que empezó trabajando para él, profesionaliza a los escritores de este lado del mundo y logra excelentes contratos o mudándoles a Barcelona. Un movimiento de varias voces, cruce de solidaridades turbulentas que sucedieron en la ciudad condal, merced al trabajo de editores y agentes literarios que, ante la fragilidad cada vez mayor de la cultura franquista, hizo que cruzaran el Atlántico a la búsqueda, en México, Buenos Aires, La Habana, París y Nueva York, de las voces que había anunciado en 1966 Into the Mainstream: Conversations with Latin American Writers, un libro de Luis Harss con Alejo Carpentier, João Guimarães Rosa, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Miguel Ángel Asturias.
Casa de las Américas y su cacique Retamar premiará, mientras tanto, entre 1960 y 1976, por dar un ejemplo, a publicistas que conocerán o conocieron el olvido como Alí Lameda, Armando Tejada Gómez, Carlos Bastidas Padilla, Carlos José Reyes, Carlos María Gutiérrez, Daura Olema, Dora Alonso, Félix Grande, Fernando Medina Ferrada, Hernán Miranda Casanova, Jorge Boccanera, Jorge Enrique Adoum, José Soler Puig, Lisandro Otero, Luis Britto García, Manuel Cofiño, Manuel Orestes Nieto, Marcos Yauri Montero, Mario Trejo, Noé Jitrik, Omar Lara, Pablo Armando Fernández, Pedro Shimose, Poli Délano, Roberto Ibáñez, Roberto Sosa, Rolando Hinojosa, Rubén Bareiro Saguier, Tutuna Mercado, etc., pura literatura proletaria, científica y de masas. Por esa razón, nunca les pagaron un centavo por sus libros, como ha seguido haciendo Chus Visor en nuestros días.
Los encargos de Fernández Retamar tuvieron su principio con la censura oficial de un filme de 14 minutos la primera semana de marzo de 1961. Una película experimental que indignó a Castro y dio pie a la interminable represión contra la cultura y los intelectuales cubanos. Se llamó PM y fue perpetrada por dos jóvenes periodistas a quienes, ante los rumores de una inminente invasión norteamericana a la isla, se les encargó ir en búsqueda de material fílmico que demostrara que el pueblo estaba enfurecido y alerta contra el posible invasor. Regresaron con cuatro minutos que mostraban lo contrario: el pueblo seguía de rumba, La Habana ni era patriótica ni tenía miedo a los yanquis. Decidieron, por tanto, filmar la noche, los paisajes del fandango etílico y la putañería, una pequeña obra maestra del free cinema, tan de moda entonces. La notte y la dolce vita habanera, la fiesta vigilada de las victrolas, las nuevas orquestas y ritmos, con gentes disfrazadas para la fiesta, una ciudad artificial y mundana, de casinos y clubes sociales que desaparecían esos primeros años de comunismo y parecía una secuencia de Soy Cuba de Mijaíl Kalatozov.
Cuando fueron a exhibirlo en salas de cine dijeron que estaba prohibido y había sido, además, confiscado. Y como protestaran, Castro gritó, poniendo la pistola sobre la mesa del auditorio de la Biblioteca Nacional: Con la revolución todo, contra ella, nada. Filmes, poemas, novelas, pinturas, partituras, coreografías, ensayos debían ser revolucionarios, o al menos parecerlo como la mujer del César. PM no glorificaba al hombre según la estética del realismo socialista; era, más bien, un surrealismo decadente. Y vendrían el Caso Padilla, el ostracismo de Lezama Lima, el exilio de cientos de artistas y escritores, la censura a Neruda, el veto a Borges, la firma de penas de muerte por intentar dejar la isla de cualquier manera, el fomento de la guerra de guerrillas en todas partes, la publicación de biografías de los criminales de guerra latinoamericanos, los chantajes a García Márquez, el veto a todo aquello que no obedeciera al testaferro, etc.
Roberto Fernández Retamar recibió con agrado el premio de poesía que le ofreció el régimen de Fulgencio Batista en 1952 a los jóvenes intelectuales que escribían una poesía apolítica; graduándose de doctor en Letras y viajando a París, Londres, México y Nueva York, luego que Cintio Vitier, del grupo católico de la revista Orígenes, le incluyera en una lujosa antología pagada por el Ministerio de Educación del tirano.
Con la llegada de Castro al poder, Fernández Retamar se alejó a grandes pasos de sus vínculos con los escritores de “derechas” que le había patrocinado desde su juventud, como Lezama Lima y Virgilio Piñera, y entró a militar e intrigar seriamente con el proyecto castrista hasta hacerse con un puesto de privilegio dentro del aparato cultural y la política exterior de la nueva tiranía. Fue nombrado consejero cultural en París y de regreso trabajó en la revista Unión, de ahí a gobernar Casa de las Américas luego de urdir una trapisonda contra Antón Arrufat que la dirigía, y con sus propensiones homosexuales, había publicado textos de esa tesitura e invitado a Allen Ginsberg, que luego de varias orgías con drogas, criticó la represión de la mariconería en la isla, como había ocurrido bajo el estalinismo con la visita de André Gide, resumida en Retour de l’URSS, del año 1936. Roberto Fernández Retamar, que tenía buena amistad con el presidente (1959-1976) Osvaldo Dorticós, logró que solicitara a Haydée Santamaría, quien no podía ver al primer magistrado ni en pintura, lo nombrara en el cargo.
A partir de entonces las libertades civiles y culturales fueron sometidas al creciente autoritarismo. Liquidaron primero Prensa Libre, Diario de la Marina, Bohemia, y más pronto que tarde El Caimán Barbudo y Pensamiento Crítico. Fernández Retamar se convierte en la punta de lanza del radicalismo izquierdista y guerrillero de los intelectuales latinoamericanos, denigrando de todo aquel que no obedece ni se somete al comunismo cubano; persiguiendo incluso, hasta la muerte, a sus enemigos ideológicos y destruyendo el Good Will de revistas como Cuadernos para la Libertad de la Cultura, Mundo Nuevo, Libre, Plural, Vuelta y muchas de las pequeñas publicaciones de los demócratas nacionales.
En Colombia el principal comisario castrista fue un biógrafo de Tirofijo, que terminó, como le correspondía, en los brazos del santismo, invitado a cuanto convite se organizaba en los conventillos de la inteligencia bogotana, mejor conocida como los learned fools. Otro tanto con Collazos, cuya principal bibliografía son los cientos de fotos donde aparece con grupos de señoras muy entradas en años tomando el té del fin del mundo luego de haberles hecho bordados retratos literarios.
Roberto Fernández Retamar pasará a la historia de la infamia por sus cientos de felonías: promovió una carta contra Pablo Neruda porque aceptó ir a una reunión del PEN Club norteamericano, presidido por el marido de Marilyn Monroe; pidió a Vargas Llosa que no aceptara trabajar en Princeton porque un escritor alemán notable pero fanatizado se había negado; hizo que se escribieran con seudónimos artículos en Verde Olivo contra Lezama Lima y otros narradores; participó activamente en la siniestra componenda contra Heberto Padilla, a quien obligaron a retractarse públicamente como traidor a la revolución, acusando a otros inocentes; colaboró de manera acuciosa en la transformación de José Martí en un marxista castrista; hizo lo imposible por imponer, desde Casa de las Américas, el concepto guevariano de “hombre nuevo”; obligó a escribir interpretaciones teosóficas de los discursos de Fidel Castro sobre la cultura o la invasión del Congo, Eritrea y Angola; justificó los desvaríos del presidente Allende y colaboró en su destrucción; firmó, como miembro que fue del Consejo de Estado, numerosas penas de muerte; prohijó los debates destructivos entre las varias tendencias de los pensadores de izquierda y persiguió, sin piedad, a todos aquellos escritores y artistas que abandonaron la isla durante los cincuenta años de su mandato.
No existe, hasta la fecha, documento alguno en el que Roberto Fernández Retamar diga algo sobre los cientos de juicios sumarios y los fusilamientos que presidía Ernesto Guevara, y menos sobre las expropiaciones y las nacionalizaciones de empresas y los bancos norteamericanos, ni los 10.000 cubanos que se refugiaron en 1980 en la Embajada de Perú o los 130.000 que navegaron hasta Miami en las Flotillas de la Libertad, ni el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa, el coronel Antonio de la Guardia, el mayor Amado Padrón y el capitán Jorge Martínez, condenados, según los investigadores, para borrar toda huella del tráfico de drogas de los Castro con la mafia colombiana a través del M-19; ni el hundimiento de un remolcador donde perecieron cuarenta personas y que originó la llamada Crisis de los Balseros, o la condena al grupo de los 75 prisioneros de conciencia, en la Primavera Negra de 2003, a penas entre 13 y 28 años, hacinados en celdas de un metro y medio de ancho por dos de largo, con puertas tapiadas con planchas de acero y retretes sin taza y con desagües que regurgitaban los excrementos.
Entre ellos estuvo por año y medio el poeta Raúl Rivero, encerrado en una jaula para tigres de circo, expuesto a nubes de mosquitos, atacado por cucarachas y otros insectos, que deterioraron fuertemente su salud. Tras ser liberado, Rivero ha recibido, entre otros premios, el Guillermo Cano, el Ortega y Gasset, el Reporters Without Borders, el María Moors Cabot y el International Press Freedom Heroes. En 2010, Roberto Fernández Retamar también se hizo el de la vista gorda cuando Raúl Castro se vio obligado a liberar a 124 presos políticos, 116 de los cuales ahora viven en España. El mismo año en que 1.830.510 de los obligados electores cubanos se negaron a seguir validando la infamia del castrismo. Este año, HRW ha dicho que en 2017 las detenciones arbitrarias llegaron a 3.706 casos y en los primeros 6 meses de 2018 a 2.024.
No ha faltado quien diga que todo esto hay que perdonarlo porque a pesar de su envilecimiento y abyección, Roberto Fernández Retamar “fue un gran poeta”. Habrá que verlo. Su poesía está colmada de arquetipos que han usado bardos sin voz para presumir de líricos con coloratura, pero nada van dejando, porque esos tonos y esas voces y esos motivos son identificables en los originales. Varios de esos expertos del camelo lírico fueron Alejandra Pizarnik, Álvaro Mutis, César Dávila Andrade, Claribel Alegría, Ernesto Cardenal, Gonzalo Rojas, Jorge Enrique Adoum, Juan Gelman, Mario Benedetti, Olga Orozco, Raúl Zurita, Roberto Juarroz o Roque Dalton y sin duda Fernández Retamar. Con el agravante de que, en él, con absoluta conciencia del hechizo y la plena lucidez del tramposo, su poesía se fue componiendo como respuesta a cada momento de caída y de culpa. En los que no tuvieron la desgracia de pertenecer a aparatos de partido y poder como la tiranía cubana, o apenas fueron víctimas de los golpes de Estado militares y sus atroces crímenes, las imposturas melódicas sirvieron para alcanzar beneficios luego del derrumbe de estos y el ascenso de sus benefactores, recibiendo canonjías en embajadas, giras diplomáticas y abundante alcoholismo. En Fernández Retamar se trataba de legar, a la urna del destino, al menos unas frases enigmáticas que sugieran que él no quiso firmar esas penas de muerte, que no creía en esa revolución, que le dolía odiar en público a Lezama y a Borges, que ojalá no piensen que fue esa horrible serpiente que mordía a la diestra, pero siempre, y más, a la siniestra. Lo que explica su tránsito de una poesía hedonista, originesca, hispánica como:
A este mea culpa por seguir siendo un decadente que vive a costa del proletariado, pero forma parte de la nueva casta de su patria: el castrismo.
Ese es el monstruo que acaba de morir. Que nadie lo tenga en la gloria.