He soñado mi vida y he vivido mi sueño.
Juan Ramón Jiménez.
El sueño fue completo. Sus visiones fueron recordadas al pelo… Palabras más, palabras menos, acciones más, acciones menos, ese sueño íntegro se lo conté a Lisandro.
Al cabo de una semana estábamos convocando a actrices y actores en un teatro cercano para llevar a la calle aquel inolvidable Auto Sacramental de Los Siervos de Dios: La propagación de José Gregorio Hernández. La preparación para un milagro.
Acudieron también, y en mayoría, personas de distintos oficios y procedencias, algunos conocidos, pero muchos a quienes estábamos viendo por primera vez. Como quien brinda pan y vino, se compartieron unas lecturas y unos cantos, unos mudras y unos desplazamientos, pedimos que para las jornadas cada quien llevara algo muy preciado a modo de ofrenda para compartir en su contemplación, así como que cada cual fuese caracterizando a José Gregorio Hernández.
Para la primera jornada, mujeres y hombres se presentaron ataviados según lo convenido y otras personas decidieron venirse de blanco con algún sayal de color sobre sus cabezas y sus hombros. Una hermosa mujer llegó con alas de ángel. Aquello era como una especie de nacimiento viviente. Un pintor envió un estandarte con la figura del Venerable delicadamente pintada a mano propia. La caminata partió desde el teatro hasta una plaza y se fueron sumando más personas, entre ellas unos músicos y unos cuantos cantantes. Les saludaban desde las ventanas y les prodigaban bendiciones. Una creyente del Siervo, a quien había encomendado un enfermo de su casa, pidió que se detuvieran para devolver plegarias y así se hizo.
Llegados a la plaza y, luego de cumplir con los acuerdos previstos, con mucha música y devoción, alcanzaron al punto final en el que repartían unos listones de telas de variados colores para irlos amarrando unos con otros hasta alcanzar a tejer una red que luego se convirtió en un manto como de sacramento. En los días siguientes se dieron varias jornadas más. El manto había ido creciendo entre una jornada y otra, así como fue creciendo el número de personas en cada ocasión. Ese manto lo guardaban con celo en unos talegos especiales y lo sacaban ceremoniosamente en cada ocasión. Aquellas jornadas llegaron a la plaza central del pueblo con júbilo devocional, con instrumentos musicales y voces entonando el Popule Meus y otras melodías y el manto creció y creció hasta convertirse en un enorme manto de curación multidimensional…
El sueño fue completo. Sus visiones fueron recordadas al pelo… Palabras más, palabras menos, acciones más, acciones menos, ese sueño íntegro se lo conté a Lisandro:
Entonces, a la hora prevista y según se había enterado toda la capital con aquel secreto a voces, empezaron a llegar los fieles desde distintos puntos de la ciudad y desde los más recónditos lugares del país. Venían personas solas. Otras en grupo. A pie y hasta de rodillas. Unos llevaban distintivos y otros no. Había, eso sí, en cada quien, una mirada de adoración que buscaba el frente y miraba hacia el cielo. Muchos fieles, mujeres y hombres, encabezando la procesión, venían caracterizados de José Gregorio Hernández. El propósito era llegar hasta el palacio de gobierno y pararse delante, contemplativamente.
La feligresía avanzaba en silencio y con mucha devoción. Flores y más flores poblaron aquel desierto, las fragancias llegaban hasta los confines. Muchas de las otras personas venían de blanco. Un caballo atravesó un gran círculo hecho con jacarandas. El tráfico se detuvo. Poco a poco, toda la ciudad se paró. Ahí no había bicho feo, ni siquiera había un policía de punto. No hacía falta ¡Siempre hemos sido más los creyentes! Aquello era un gentío de buenas personas, de civiles convencidos de su esperanza. Era un acto de fe, de optimismo. Los cantos empezaron a escucharse y aquella belleza ya no paró de sonar. Era como que temblaba la tierra. Un terremoto sereno, pues, con tantas buenas vibraciones. Entonces, los feligreses lo sacaron desde su capilla y hasta el lugar convenido ¡En hombros! Eso era lejos y no había sino caminos de tierra y sin carro y Él iba pasando de hombro en hombro.
A los años, los más viejos y las señoras mayores les contaban a sus hijos, nietos y bisnietos cómo fue que aquel milagro había terminado con esa epidemia que se había llevado a tanta gente ¡Una epidemia atroz! ¡Aquí se imploró su misericordia con tanta fe que a partir de ese mismo día la epidemia se acabó! Así pasó. Así lo vamos recordando desde entonces y hasta ahora.
Así estábamos, devotos, convencidos de que la fe sube cerro y lo baja, camina sobre las aguas y por dentro, se riega como verdolaga en playa, como las raíces de una ceiba y mueve montañas. Así íbamos, con los sones por dentro y por fuera, al compás de los amables músicos ¡y no nos paró nada! ¡Ni nos va a parar! ¡Nadie nos iba a detener! Nada ni nadie nos paralizó. Allí no hubo sino comunión.
El sueño fue completo. Sus visiones fueron recordadas al pelo… Palabras más, palabras menos, acciones más, acciones menos, ese sueño íntegro se lo conté a Lisandro…
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