Para buscar una supervivencia cada vez más esquiva, la usurpación fragua una reunión de residuos o intenta un remiendo de elementos deleznables cuya característica esencial es la decadencia política y física. Presenciamos cómo el usurpador y sus secuaces, debido a su situación crítica, acuden a lo que más se les parece para tratar de impedir el movimiento de una historia dispuesta a arrollarlos sin misericordia. Tal es el drama que advertimos como sociedad, compendio de una descomposición frente a la cual debemos estar prevenidos debido a que puede ser una conjura de sujetos desesperados que son capaces de cualquier maniobra oscura para mantenerse en el candelero.
Sin una sola idea digna de tal nombre en la cabeza, sin apoyo popular y carentes de planes medianamente razonables para superar la crisis que han provocado, los cabecillas del oficialismo se han aproximado a un conjunto de políticos, por fortuna poco numeroso, que se les parecen como gotas de agua y que están condenados al mismo suplicio del desprecio de una colectividad que los ha empujado silenciosamente hasta las orillas de merecido abismo. Son dos piezas agotadas que buscan consuelo a la recíproca, dos enclenques sin ortopedia, dos elencos de mercaderes unidos por la bancarrota común, un par de banderías condenadas a los rincones de una vida sin destino plausible debido a una anomia labrada en décadas de mediocridad.
La precariedad de los compañeros de viaje con quienes ha topado la urgencia de la dictadura se descubre cuando comprobamos que solo son una media docena de pigmeos. Es bien probable que apenas cuenten con quinientos o con ochocientos seguidores, con un grupete de fieles que no superan el millar. Si tuvieron casas para sus partidos, o despachos que alguna vez sintieron el calor de las militancias, hoy han desaparecido o son apenas tres habitaciones desvencijadas. Las publicaciones que fundaron en el pasado como canales de expresión colectiva terminaron en una mohosa gaveta por falta de lectores. Las banderas que ventilaron en remotas marchas y en desfiles que parecían prometedores, terminaron, si no en el basurero, en los anaqueles de la hemeroteca para consumo de los curiosos. Lo que pudo haber sido no fue. Solo ellos quedan, solo ellos persisten, unas tres o cuatro encarnaciones de tiempos que parecen prehistóricos y que el fuelle de los almanaques y la hoz de la sociedad convierten en cortejo fúnebre.
Se quieren disfrazar de presente, se quieren presentar como parte de la actualidad, o la usurpación les ofrece maquillaje para ocultar las arrugas infinitas, o quizá dinero para tratamientos estéticos que faciliten la pantomima terminal, pero una pesada carga de errores, de omisiones y años desperdiciados los conduce al único camino del cementerio. Pero esos senderos se transitan habitualmente con lentitud por quienes los realizan. Pese a su senectud, no quieren meterse en el prometido agujero de los desaciertos políticos o de los calendarios agotados, ni solos ni con la compañía de sus semejantes. Guardan la ilusión de un segundo aire que no llegará, pero que los mantiene con la ilusión de respirar porque otros pacientes de la misma grave enfermedad, aparentemente más saludables y más ricos, les aseguran desde la disimulada cama de su clínica que se levantarán de la postración gracias a su auxilio.
Las procesiones que marchan hacia los cementerios son habitualmente parsimoniosas. Los difuntos no se llevan en volandas porque los deudos no están para prisas, o porque los apuros no le vienen a la ocasión; o porque, antes de que lo metieran en la urna, el candidato a difunto pidió a los allegados que tomaran las cosas con calma, por si acaso. Tales pormenores, y otros de parte interesada que pueden interferir el rito de inhumación, deben provocarnos atención. Estamos a punto de enterrar una conjunción de calamidades, un montón de migajas, o ellas, contra sus deseos, se vienen empeñando en hacer su último itinerario, pero mientras se muevan debemos ser cautelosos.