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Un régimen de fuerza

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Una de las cosas que más frustra del actual régimen es que desafía flagrantemente –abofetea– lo que se supone es el deber ser de toda gestión: mejorar la fortuna de la gente. ¿Cómo es posible que el peor gobierno de nuestra historia, culpable de haber insistido en políticas que destruyen al país, que se encuentra en manos de crasos incompetentes que mienten a descaro y carecen de todo escrúpulo a la hora de cometer sus desmanes, que ha mostrado la mayor crueldad en el trato a sus compatriotas y, por tanto, se ha ganado el repudio mayoritario de ellos, continúe en el poder? Obviamente, porque se trata de un régimen de fuerza, de una dictadura. La imperiosa necesidad de acciones capaces de desalojarla obliga a una adecuada comprensión de los elementos sobre los cuales se sustenta.

El poder de un régimen político, como nos lo aclara Hannah Arendt, se nutre de su capacidad de concitar el protagonismo activo de los ciudadanos en apoyo a sus decisiones y ejecutorias. La filósofa judeo-alemana apuntaba a la polis griega como referencia, que conminaba, a quienes fungían como tales, a involucrarse en las decisiones sobre la cosa pública. En la época actual, en que la complejidad de algunas decisiones suele constreñirlas al ámbito de los especialistas y en la que la convivencia obliga a conciliar, bajo un marco institucional común, intereses muy variados y disímiles, tal protagonismo parecería ilusorio. Pero constituye el reto permanente de la democracia representativa liberal. Quizás la descentralización de la toma de decisiones, hacer que ocurra en contacto con los directamente afectados, sea la forma de aproximar el ideal de democracia directa que inspira esta concepción.

Ahora bien, la dictadura de Maduro está en el extremo opuesto de lo planteado anteriormente. La toma de decisiones se encuentra centralizada en manos de una oligarquía criminal reducida que no rinde cuentas, miente sobre sus acciones y padece de urticaria ante cualquier insinuación de consulta. El poder descansa, no en la ciudadanía, sino en su supresión, por medio de la violencia o la amenaza de aplicarla. Constituye un régimen excluyente, que rebaja a la población a masa informe, sujeta a los dictámenes de quienes detentan el poder político y militar. La despoja de su capacidad para organizarse y participar en la prosecución de sus intereses. Lo irónico de la jerga de la dictadura es que ello es lo que permite conferirle su condición de “Pueblo” (con mayúscula). Es decir, lo que identifica al Pueblo como tal es su ausencia de organicidad; el estar convertido en masa, sometida a directrices y acciones impuestas por la jerarquía, instrumento irreflexivo de su vocación de poder.

La habilidad y el peligro del populismo extremista o, si se quiere, del fascismo, está en su capacidad de cultivar el afecto de una parte importante de la población con interpretaciones simbólicas acerca de sus frustraciones y querencias más sentidas, para capturar, a su favor, sus ansias de cambio. Un liderazgo carismático, usando una retórica maniquea que señala a los “culpables” de sus infortunios, canaliza para provecho propio las pasiones desatadas. El líder termina asumiendo que él es el Pueblo. Confisca, así, la voluntad popular. Por tanto, no se requieren mecanismos de representación alguna, pues la voluntad del Pueblo está incorporada en la actuación del líder. Al desmantelar las instituciones de la democracia liberal en nombre de una “democracia directa”, el líder y sus aliados aplastan los derechos individuales y desactivan toda participación. La ciudadanía deja de existir como tal.

Chávez mostró ser muy habilidoso en estos procederes, ayudado, claro está, por la enorme suerte que le tocó al cosechar los mayores precios conocidos jamás por la exportación de crudo. Ello limitó la necesidad de apelar abiertamente a la fuerza para imponer muchas de sus iniciativas. Maduro, carente de carisma, con precios petroleros menores y habiendo estropeado la economía y la industria petrolera, se ha visto obligado a acudir directamente a la violencia para asegurar su poder.

Conforme a la concepción arendtiana, el poder de Maduro sería precario, forzado a coaccionar a los venezolanos, y a eliminar sus posibilidades de movilización y expresión autónomas. Su dependencia de las armas implica concesiones significativas, convirtiendo a su régimen en una dictadura militar.  Pero el ejercicio de la fuerza, o la amenaza de usarla, requiere de recursos –financiamiento y logística– y de una narrativa que procura legitimarla. Dada la destrucción de la economía y la imposición de sanciones por parte de Estados Unidos, la UE y otros países, Maduro, convertido en rehén de las apetencias de los militares más corruptos, enfrenta el desafío de asegurar estos recursos. Por ello insiste en reproducir un discurso antiimperialista desgastado que, no obstante, todavía tiene eco a nivel internacional. En particular, ha encontrado con ello un importantísimo apoyo en algunos países: Rusia, Cuba y China y, en menor grado, Turquía, Irán e India. Adicionalmente, el discurso antiimperialista concita una actitud benevolente, acrítica con respecto a sus desmanes, de una izquierda invertida, en tanto que defiende regímenes opresivos que deberían ser objetos de su denuncia. Finalmente, en el interior del país, el régimen se ampara en una realidad ficticia, construida con base en mitos y clichés, que blinda a sus ejecutorias de toda crítica y cuestionamiento desde el marco democrático.

De manera que podemos distinguir tres pilares sobre los cuales descansa el poder de la oligarquía militar–civil constituida en torno a Maduro: los militares corruptos, el apoyo de ciertos países y la construcción de una burbuja ideológica que refuerza su resiliencia y ciega su accionar frente a las críticas. Estos tres aspectos serán examinados en escritos posteriores.

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