OPINIÓN

Un recuerdo para Ibsen

por Gustavo Coronel Gustavo Coronel
El miércoles pasado en la noche falleció Ibsen Martínez en Caracas, donde había ido a estar con su hijo Iván y a tratarse una dolencia cardíaca con médicos de su confianza. A pesar de no haber frecuentado personalmente a Ibsen, apenas hablaría con él brevemente en un par de ocasiones, mantuvimos una larga y cordial comunicación por Internet, debido a la fascinación que en ambos ejercía la saga petrolera venezolana.
Por años Ibsen me habló de su propósito de escribir la gran novela del petróleo venezolano, la cual todavía permanece inédita. Yo lo estimulaba porque pensaba sinceramente que Ibsen estaba calificado de manera muy especial para poder escribirla. En efecto, quienes conocen a fondo el petróleo no tienen generalmente cualidades de escritor. Quien tiene cualidades de escritor no conoce mucho de petróleo. Es por ello que las novelas del petróleo venezolanas hayan sido mediocres en su tratamiento del tema, aun cuando hayan tenido mérito literario, o –al contrario– hayan sido de escaso mérito literario aun cuando trataran la saga petrolera venezolana con mayor conocimiento de causa.
Siempre le aconsejé a Ibsen que hiciera énfasis en las primeras etapas de la saga petrolera, el período de los grandes pioneros, entre 1905 y 1930, época de gran material novelístico, por estar llena de personajes como Ralph Arnold, sus geólogos llegados de Stanford, los venezolanos que los acompañaron, los sanitaristas como Tejera y García Maldonado. Precisamente en la mañana del día de su muerte pasamos unos 45 minutos hablando por teléfono sobre un borrador que él había elaborado a lo largo de esas líneas y que deseaba enviarme para mis comentarios. Yo así lo prometí. Por ello me impresionó mucho la noticia de su muerte debida a un infarto. Él estaba muy animado con este proyecto. Quizás había encontrado finalmente la vía hacia la gran novela del petróleo venezolano, así como el Sr. Conway en Horizontes perdidos logró encontrar, por serendipia, las puertas de Shangri La.
No pudo ser, querido Ibsen.