Un primer balance de los eventos del 6 y del 12 de diciembre nos indica que el caos y la incertidumbre seguirán marcando la vida política del país en 2021: el gobierno ha sufrido una derrota, pero se dirige a consolidar una nueva variante dentro de su modelo de poder autoritario; la oposición, por su parte, ha realizado la actividad más exitosa desde enero de 2019, aunque es un triunfo que, por su carácter, no puede capitalizarse, en principio, en cosas concretas.
Los resultados del 6 de diciembre constituyen la acentuación de algo que viene tomando cuerpo en los últimos tiempos: la desconexión del régimen con el pueblo que dice encarnar, y la incapacidad de su aparato para movilizar a los electores como en los tiempos de Chávez (e incluso -aunque de manera ya limitada- en comparación con comicios más recientes como el de los gobernadores, en 2016). La abstención de casi 70%, según el CNE (pero que con toda probabilidad fue de 80% o aún más), debe ser fríamente leída por la oposición para no incurrir en errores de visión y estrategia, y se le pueden atribuir varias razones: un porcentaje importante de ella fue expresión de una rotunda protesta contra el régimen y el deplorable estado del cosas del país, otro porcentaje significativo tuvo que ver sencillamente con la desesperanza arraigada en sectores de la población que ven lejos cualquier posibilidad de cambio, y seguramente un porcentaje también relevante fue una especie de voto castigo del entorno chavista de siempre, decepcionado por ser dejado en el abandono por Maduro y su casta político-militar de funcionarios, alcaldes y gobernadores (nos referimos específicamente a ese entorno chavista que vive en la Misión Vivienda y recibe cada vez menos las bolsas del CLAP, al cual intentaron sacar desesperadamente de sus casas la tarde y la noche del domingo 6).
Que el PSUV y sus cada vez más escasos aliados hubiesen conseguido 91% de los representantes con solo 69% de los votos demuestra que la supuesta representación proporcional que habían acordado no fue más que un señuelo con el que atrajeron a algunos de los sumisos partidos alacranes. Y el hecho de que la AD de Bernabé Gutiérrez hubiese obtenido 11 de los 21 escasos diputados opositores, indica que el gobierno eligió desde un principio a su alacrán favorito, pues es conocido que su hermano fue elegido como rector del CNE, de manera que parece claro que el pacto de vasallazgo fue establecido previamente con todos sus detalles; mientras que discriminó ostensiblemente a las otras dos organizaciones más fuertes (Avanzada Progresista y la tolda del pastor Bertuci) lo cual debe quizás interpretarse como un signo de que desconfía y recela más de estas, seguramente por el liderazgo y la penetración potencial que podrían alcanzar en ciertas circunstancias.
Lo más importante en este punto es que el oficialismo, al monopolizar los cargos, le quitó toda posibilidad -si es que tenía alguna– a la ilegítima nueva Asamblea Nacional de convertirse en un foro político que canalizara la vida pública del país. Ahora bien, independientemente de esto, es indiscutible que el gobierno se apresta a experimentar a partir de enero una nueva variante dentro de su modelo autoritario: constituir un régimen de convivencia con una falsa oposición y recrear un falso pluralismo, tal como era característico en varios países de la Cortina de Hierro socialista en el siglo pasado, y tal como hacen actualmente Ortega en Nicaragua y Putin en Rusia. Vista bien las cosas, puede comprenderse que la decisión de finiquitar la Asamblea Constituyente (además de descabezar a Cabello) tenía el objetivo de migrar de un modelo autoritario tipo cubano (sin oposición alguna) a uno más suave y vendible, amparado en este pluralismo de fachada.
El evento del 12 de diciembre, en cambio, no tiene, ciertamente, una repercusión política concreta en el escenario nacional, pero ha significado un segundo aire para la oposición, que ha sufrido un significativo desgaste a lo largo del año, como consecuencia de varios errores (el más grave, la chapuza de Macuto), así como el aumento de la escalada represiva sobre sus líderes y la expropiación, división y secuestro de sus principales partidos por parte del régimen. El haber superado con creces la participación que hubo en el burdo montaje electoral del 12, ratificó que la enorme mayoría descontenta del país es capaz de rebelarse y activarse como otrora, siempre que existan los mecanismos adecuados y oportunos para su expresión.
La consulta, al realizarse a lo largo de una semana -con una eficiente organización y un impecable apoyo técnico, lo cual hay que recalcar, pues a los opositores les cuesta ver las cosas positivas que se hacen- y ser anunciada con suficiente anticipación, pasó de una frialdad inicial a un ambiente de expectativas que estimuló las fuerzas dormidas de los que rechazan a Maduro y sus adláteres. Pero su principal virtud fue que reactivó a los partidos opositores, que por primera vez en mucho tiempo recorrieron sistemáticamente todas las localidades del país, realizando numerosas asambleas con los vecinos y reuniones casa por casa, retomando el trabajo chiquito de filigrana -tan decisivo– y devolviendo cierta esperanza a muchos núcleos de la población. El evento, además, sirvió para confirmar que cuando se actúa concertadamente y con un norte específico se pueden alcanzar grandes cosas.
Ahora viene el reto de prepararse para superar la dura arremetida que se espera en enero. Muchas decisiones deben tomarse. Es obvio que estaremos frente a unas nuevas realidades, y hay que revisar la estrategias y tácticas que hasta el momento han prevalecido, incluyendo las sanciones, ya sea para continuarlas con las debidas correcciones, ya sea para cambiarlas por otras. Es obvio, por ejemplo, que no podemos seguir conduciéndonos por un mantra inflexible -cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres- y que el orden de esas prioridades lo debe dictar la realidad política del momento. Las declaraciones recientes de Leopoldo López apuntan positivamente en este sentido, pero lo importante es que los cambios se hagan de manera verdaderamente consensual y que no se continúen con las agendas particulares y discrecionales (incluyendo en esto al mismo Guaidó). A este respecto, hay que estar claros, será determinante saber la línea que traerá el gobierno de Biden, que seguramente cambiará algunos aspectos de la política trazada por Trump, así como conocer la postura definitiva de la comunidad internacional con respecto a la continuidad del gobierno interino (que, en sana lógica, no debe sufrir cambios).
@fidelcanelon