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El director de cine Jean Renoir

Hijo del pintor impresionista Auguste Renoir, el cineasta Jean Renoir (1894-1979), uno de los más eminentes representantes del realismo cinematográfico francés en los años treinta del pasado siglo, se comparaba a sí mismo y al trabajo que realizaba con el de un chef de cocina atareado entre los trastos y cacerolas de un restaurante. Lo que dijo entonces vale hoy para todos nosotros:

“Como metteur en scène, estoy convencido de que al igual que mis colegas somos los únicos cocineros capaces de preparar una comida especial. Pero sé también que nada podríamos hacer sin la colaboración del que hace la salsa, del que asa la carne, del encargado de los vinos, etc., y sobre todo, del dueño del restaurante.

Hay restaurantes de clase y los hay también populares. En los segundos, el chef está acosado permanentemente: ¡pon más sal, hay demasiado estragón en ese pollo…! En cambio, los productores, quiero decir, los dueños de los restaurantes de clase dejan en paz al chef. El acierto está en elegirlos con gran tino y rodearlos de un equipo y de medios técnicos que se ajusten a su personalidad.

Si aquello no marcha, el dueño del restaurante tendrá siempre a su mano el recurso de echar a todo el mundo a la calle.

En este mundo lo único que cuenta es el resultado y el resultado es el producto no solo de mi trabajo sino del trabajo de los actores, de los técnicos, de los artistas y obreros. Por eso mi personal evolución no sería suficiente para explicar la diferencia entre La règle du jeu (1939) y Le fleuve (l950). También tendría que tomar en cuenta las evoluciones de los diferentes colaboradores que me ayudaron a filmar esas películas pasando por la pequeña historia interior de todas las otras que rodé entre 1939 y 1949”.

Pero este gran director de cine, autor de obras gloriosas como La Marsellaise (1938) y La gran ilusión (1947),  reconoció con humildad la influencia que sus colaboradores tuvieron sobre él.

“Al asumir esa influencia –dijo– traté de que ella reforzara mi propio conocimiento de la vida. Porque ¿cómo podríamos aprender a conocerla si no es a través de los demás?”.

El problema, resumió Renoir (y es esta la lección que muchos deberíamos aprender), consiste en no limitarse a ser un curioso, a no mirar la agitación humana como el turista que ve a la muchedumbre desde el balcón del hotel en que se hospeda. Hay que tomar partido porque, de lo contrario,  seguiremos siendo simples aficionados. Para tener hijos se necesita ser dos. Hay que amar aunque solo sea físicamente.

Cuando se rueda una película, las relaciones entre los colaboradores (mejor sería  decir «cómplices») se convierten en relaciones sorprendentemente íntimas. Esta fusión en apariencia vulgar puede ser la causa de cierta verdadera grandeza de nuestro oficio que, dicho sea de paso, también tiene sus pequeños puntos oscuros, como en todos los grandes oficios.

Evito comprometerme en producciones en las que debo enfrentar a personalidades hostiles. No creo que de las discusiones salga la luz. Por el contrario, creo que puede hacerse un buen trabajo si cavamos en el mismo túnel y en la misma dirección. Pero para elegir las condiciones de trabajo hay que renunciar, desde luego, a hacer fortuna.

Hay creadores que se anticipan, otros lo hacen con retraso. Hay quienes sienten al mismo tiempo que lo hace la gran masa humana. Evidentemente, son los que gozan de más éxito. Apenas abren la boca, el público reconoce sus propios pensamientos. Los verdaderamente grandes piensan más allá, otros lo hacen con retraso y otros se ajustan a las circunstancias. Creo que la gran película es el producto del equipo que siguió al que pensaba más allá. Lo que no significa que comercialmente ese director de cine, escritor, camarógrafo o actor o simple consejero, tenga siempre razón. Es más, artísticamente puede estar equivocado. Al correr más rápido que los otros cumple una función. Juega el rol que le fue asignado en este vasto mundo que los hindúes afirman ser «uno» y en el que según ellos no somos sino una parte situada al mismo nivel que un árbol, un pájaro o una piedra”.

Dicho así, Renoir nos compromete. Nos menciona sin nombrarnos. Alude a los políticos, a los artistas y personalmente veo a los primeros envueltos en una retórica  envejecida y tramposa que altera y desmejora las exquisiteces que en la cocina del restaurante prepara junto a sus colaboradores.

El hijo de Auguste nos envuelve a todos y a cada uno de nosotros en nuestras respectivas actividades y en sus reflexiones también nos hace pensar y nos conmina a aprender, a ser más humildes y a aceptar lo que nos está diciendo porque lo hace utilizando palabras e imágenes de aplastante sencillez. ¡Es lo que necesitamos: un pensador activo y deslumbrante!

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