OPINIÓN

Un pasado imborrable

por Isabel Pereira Pizani Isabel Pereira Pizani

La vida nos impone a veces tareas sobrehumanas, una de ellas es aprender a perdonar. El perdón no es algo automático tiene que vivirse como un verdadero estado de conciencia que haga doblegar una gama de sentimientos aparentemente indomables. Esta reflexión surge cuando vemos el proceder de ciertos personajes con poder. Mienten, falsean la realidad sin ningún recato. Creen que el poder que concentran es eterno, que los hace invencibles e intocables. Me devuelvo a ver mis notas sobre un filme imborrable visto hace una década en 2014, Un pasado imborrable, una inmersión en lo más profundo del ser humano, vale decir en su capacidad de dominar su propia bestia e imponer el espíritu.

Basado en una historia de la vida real, el filme sin ser thriller nos somete a la más alta tensión emocional cuando vemos a Colin Firth, interpretando a Eric Lomax, un oficial del ejército británico durante la Segunda Guerra Mundial capturado por los japoneses en 1942, durante la campaña en Singapur, forzado a trabajar en la construcción de un ferrocarril entre Tailandia y Birmania, torturado hasta casi perder la vida, intentando sobrevivir en condiciones extremas a las torturas de sus captores. Décadas después, Lomax vive en el norte de Inglaterra retirado junto a su esposa Patricia cuando descubre que el soldado japonés responsable de gran parte de su sufrimiento sigue vivo. El clímax llega cuando Lomax enfrenta a su antiguo torturador hoy convertido en guía turístico. Lo vemos entrar dentro de sí mismo, ahondar en sus entrañas ante el rugir sediento de su bestia interna que casi lo empuja desesperadamente a cometer una venganza ritual frente a su verdugo. Transcurren segundos angustiosos donde se espera el sonido cortante del arma que seccionara un miembro del torturador ahora sujeto de su víctima, quien pudiera a partir de este acto liberarse del peso terrible de las torturas que lo han perseguido durante toda su vida, de las vejaciones, golpes, del hundimiento en lo más sórdido que el alma humana puede inferir al otro, a su víctima, doblegada pero no vencida.

Es de nuevo encontrarse con la clave de Víctor Frankl, quien desde los terribles momentos vividos en los campos de concentración nazi encuentra una verdad más poderosa que un diamante: Lo único que salva al ser humano en sus momentos más terribles es lo que lleva por dentro. “¿Carece el hombre de la capacidad de decisión interior cuando las circunstancias anulan o limitan la libertad de elegir su comportamiento externo?, ¿es incapaz de escapar a las reglas de un campo de concentración?”. Según Frankl, lo irreductible, es decir, aquello que nos hace verdaderamente humanos, es el poder acogernos a nuestra libertad interior: “La última de las libertades humanas –la elección de la actitud personal que debes asumir frente al destino– para decidir tu propio camino, la que nadie nos puede arrebatar, la que confiere a la existencia una intención y un sentido”.

Circunstancialmente, hoy en 2024 se difunden las declaraciones de un joven dirigente opositor que devela supuestos planes de los sectores que luchan por el cambio político. Con base en estas declaraciones los dueños de los aparatos represivos emprenden una feroz maniobra contra los dirigentes del movimiento político más importante del país. Hecho concebido para infundir terror ante la fría crueldad y la constatación del poco valor que tiene la vida y la libertad en estos momentos de total inseguridad, saber que nuestra existencia vale menos que un celular o que un objeto cualquiera. No han trascurrido 24 horas y ante la delación brota una violenta reacción de los personeros del gobierno, quienes poseídos por una furia incontenible lanzan acusaciones contra todos aquellos que enfrentan sus ideas en el plano político, ideológico.

Se publican listas de gentes perseguidas y comienza el ritual de las blasfemias: traidores a la patria, oligarcas traidores y acto seguido, las amenazas, “las pagarán”, todos irán presos. Pareciera el transcurrir de una tragicomedia, donde cada uno juega su rol, donde los libretos y las palabras están escritas de antemano.

Me devuelvo a Un pasado imborrable y pienso en quienes acusan sin prueba alguna incitando el odio hacia sus oponentes, sin un instante de duda, sin preguntarse, ¿serán ciertas estas acusaciones que estoy lanzando?, cuando culpo de esta manera tan vehemente, qué podría sucederles a mis acusados.

Me viene a la mente la injusta prisión de muchos disidentes, y otros que nunca fueron oídos, que no obtuvieron clemencia, piedad o justicia como es el nombre propio para estos casos. No cabe duda del acto de supremo humanismo que asume el teniente inglés Lomax frente a su victimario, cuando en lugar de atacar, dialoga, pregunta, indaga sobre los sentimientos de su cruel enemigo. ¿Qué sentías cuando me denunciabas? Al final, Colin Firth o Lomax suelta una de esas frases que se graban en nuestros corazones, porque es una pedagogía de “ser humano”, cuando exclama: ”Sí sufrí mucho, cuando me torturaban, cuando pretendían doblegarme infligiéndome castigos infernales más allá de cualquier dolor, pero ahora sé que también los que me condenaron han sufrido, que les ha sido imposible sobrellevar la pesada carga de sus culpas, de tener plena conciencia del mal, que atentó contra alguien que no se doblegó nunca y que lo derrotó con su fortaleza. Él también sufrió, es decir, somos humanos, eso basta para mí”.

Los japoneses perdieron la guerra, pero este teniente japonés que torturó a Lomax la perdió dos veces, por su país y como persona, cuando adquirió conciencia de que había torturado a una persona inocente. La historia cuenta, como hecho real, que a partir de ese momento de comprensión ambos fueron amigos hasta la muerte.

Para la oposición se abre un gran reto de calibre humano para comprender a personajes que acusan sin base cierta, que no perdonan, no oyen a la otra persona, que lanzan al foso de los leones al que discrepe de sus ideas. Aunque, también cabría esperar, albergar la esperanza de que estos personajes se atrevan a reflexionar como el teniente japonés y pensar que quienes los enfrentamos no somos una burguesía cobarde y asesina, sino personas que creemos en la libertad y en el respeto al ser humano donde quiera que este y cualquiera sea su ideología. Quizás sea difícil perdonar las injusticias, pero es el reto humano que tenemos por delante.

Albergo la creencia en la existencia de un arreglo divino intemporal, la justicia se impone más allá del tiempo, siempre se impone. La historia es implacable y aquellos que han actuado contra natura siempre son descubiertos. Allí está su galería: Atila, Calígula, Nerón,  Stalin, Hitler, Mussolini, Fidel, Idi Amin Dada, Perón, Mao Tse-tung y la lista interminable de los que creían ser más fuertes que Dios. Mientras, ejercitemos nuestra capacidad de perdonar.

“El perdón es una decisión, no un sentimiento, porque cuando perdonamos no sentimos más la ofensa, no sentimos más rencor. Perdona, que perdonando tendrás en paz tu alma y la tendrá el que te ofendio”.

Madre Teresa de Calcuta