Desde su nacimiento como nación independiente, Estados Unidos ha oscilado entre el aislacionismo y el multilateralismo; entre el libre comercio y el proteccionismo; entre la cooperación y la confrontación; entre el compromiso con los intereses generales de la humanidad y la indiferencia ante las tragedias que puedan afectar a otros. Esa misma ambivalencia, que les partió en dos y que les condujo a una guerra civil para zanjar el tema de la esclavitud, hasta hace sólo medio siglo, les mantuvo divididos por el reconocimiento de derechos civiles para la población afroamericana. El alma liberal de Eleanor Roosevelt tuvo que convivir con la insania mental de Joseph McCarthy, que destruyó muchas vidas de gente decente, y que dejó su herencia de odio e intolerancia, persiguiendo y calificando de comunista a cualquier liberal (e incluso a algún conservador), que no aceptara su propia visión de lo que debía ser Estados Unidos, del significado del patriotismo, y de los límites de la libertad de expresión. Por desgracia, ese mensaje fanático e intransigente, producto de la guerra fría, todavía perdura en algunas mentes afiebradas y en algunos sectores de nuestra sociedad. El espíritu libertario de Eleanor Roosevelt, de Robert Kennedy y de Martin Luther King, sigue vivo; pero también el de los nostálgicos del macartismo.
El sueño de Woodrow Wilson, un presidente idealista, arquitecto de la Sociedad de Naciones, no se pudo realizar porque Estados Unidos nunca llegó a formar parte de ella. Costó muchas vidas, y un tiempo precioso, antes de que Estados Unidos entrara en la Segunda Guerra Mundial, luchando al lado de quienes defendían la libertad de Europa y del mundo. Con toda certeza, muchos estadounidenses no comprendieron que su país se retirara de la Unesco, o, más recientemente, del Tratado de París sobre el cambio climático. Para muchos de los ciudadanos de esa nación, que asumen que ella es la patria de la libertad, tampoco debe ser sencillo entender por qué su país no ha ratificado la Convención Americana sobre Derechos Humanos, o el Estatuto de Roma, diseñado para perseguir y castigar a criminales de guerra y a quienes cometan crímenes contra la humanidad. Ahora, en tiempos de una pandemia terrible, que es un problema de todos, imagino que muchos estadounidenses se habrán quedado perplejos al saber que, con el pretexto que sea, Donald Trump ha decido suspender el pago de la cuota de Estados Unidos para sufragar los gastos de funcionamiento de la Organización Mundial de la Salud.
Como en cualquier sociedad, en Estados Unidos hay personas generosas y mezquinas, algunas muy inteligentes y otras mentalmente torpes, personas mesuradas y bravucones, gente preparada e ignorantes de profesión; en fin, gente con un alma noble y otros que albergan en ella toda la maldad que se pueda concebir. Pero era difícil imaginar que, alguna vez, alguien con tan poca visión de lo que es la sociedad internacional, de los desafíos que enfrenta y de la forma como ella está articulada, iba a llegar a la presidencia de Estados Unidos. Y cuesta aceptar que, entre sus asesores, no hubiera ni una persona capaz de explicarle las consecuencias que, en este momento, pudiera tener la retención de fondos de la OMS, y de persuadirlo para que tomara un camino diferente.
Afortunadamente, junto a la figura patética de un presidente de la república incapaz de estar a la altura de su tarea, Estados Unidos siempre han producido gente de talento, visionaria y bienhechora, capaz de llenar el hueco que pueda dejar alguien como Trump. En este caso, y en estos momentos dramáticos, hay que celebrar el gesto de Bill Gates, que no ha vacilado un instante en hacer a la OMS una donación de 250 millones de dólares, que es más de la mitad de lo que el gobierno de los Estados Unidos se niega a pagar.
Pero el asunto medular no es el dinero, sino la actitud de Estados Unidos frente a la gobernanza mundial, y a la necesidad de dar una respuesta global a lo que es un problema global. Estados Unidos no se puede auto excluir de esa responsabilidad, para luego quejarse de lo que otros países puedan estar decidiendo sin su participación. Estados Unidos tiene que ser parte de la solución, y no del problema. En el futuro inmediato, alguien tendrá que asumir el liderazgo que necesita el mundo de hoy; pero, más temprano que tarde, el alma sensata que anida en el corazón de Estados Unidos tendrá que prevalecer, y ocupar el lugar que le corresponde en la conducción de los asuntos mundiales.
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