“Dios no cabalga en la grandeza, sino que desciende en la pequeñez”.
Monseñor Gerardo Salas Arjona, obispo de la Diócesis de Acarigua-Araure
Muy pocas personas al escucharlas por primera vez tienden a causarme algún tipo de impresión, este 24 de diciembre fue diferente. La homilía en los actos litúrgicos de obispo Salas Arjona en la Misa de Nochebuena acabó equiparando mi admiración por él a la que siento por mi buen amigo el cardenal Baltazar Enrique Porras Cardozo, escritor y cronista de la ciudad de Mérida, con quien he tenido el honor y el placer en varias oportunidades de hablar sobre lo humano y lo divino; fue en tiempos pasados cuando mi hijo Carlos Manuel era estudiante en el seminario menor de los Legionarios de Cristo en la capital emeritense. Monseñor Salas Arjona me impresionó por su percepción de la realidad y cito:
“La humanidad ha desfigurado el rostro propio de la Navidad, que a su juicio es alegría y gozo, pero para muchos tiene un rostro de tristeza, dolor, angustia, miedo, soledad, hambre, rabia, impotencia, desesperanza, nostalgia, oscuridad, ausencia de seres queridos, de un abrazo, de un gesto solidario, de hermanos venezolanos pasándola mal en la fronteras expuestos al peligro…”
El obispo parece haberse metido en mis sentimientos al expresar todos y cada uno de ellos que en cualquier momento he sentido; quizás solo refleja el sentir de cada uno de los venezolanos, quienes tras largos años de sacrificio y sufrimiento, viven en la desesperanza y poco a poco van perdiendo la fe, por la poca humanidad que demuestran los humanos.
Para los venezolanos “un nuevo año” era una promesa de cosas buenas, de felicidad y alegría, de esperanza, de futuro y progreso. Eran esas doce uvas que al comerlas una a una con paciencia, presagiaban nuestros sueños, nuestro compromiso personal y esa ansia de comportarnos mejor para ser mejores personas, para ser más exitosos. Las campanadas, los abrazos y la algarabía de un feliz año solo se ven en nuestros recuerdos.
Ya no quiero que me digan “Feliz Año”, no.
Quiero un nuevo Año Nuevo, pleno de gente buena, de gente decente, de venezolanos nobles y puros que honren el sacrificio de nuestros héroes del pasado y de nuestros recientes héroes anónimos, de extranjeros que amen más a esta patria que al dinero mal habido con el cual le roban el futuro a todos.
Quiero un nuevo Año Nuevo. Un país nuevo donde la maldad se apague, donde la ambición tenga límites, donde la inmoralidad no sea motivo de halago y de aplausos, donde haya dignidad, honestidad y vergüenza. Quiero un nuevo Año Nuevo, en el que la expiación de los pecados, del ventajismo, del latrocinio y de la execración de viveza criolla y extranjera sea definitiva, total y pública. Donde se retornen los valores, los principios, el temor a Dios y el respeto. Donde los seres humanos nos tratemos con humildad y humanidad.
La frase expresada por monseñor Salas Arjona en la misa: “Dios no cabalga en la grandeza sino que desciende en la pequeñez”, me resulta en estos momentos en los que hay tanta confusión de sentimientos y tanto grito ciudadano reprimido, más filosófica que bíblica o quizás más apocalíptica que inspiradora en estos tiempos de advenimiento. Tanto que me recordó al Armand Jean du Plessis, cardenal y duque de Richelieu que siendo católico se unió a los protestantes: “La traición es cuestión de fechas”.
No olviden esos pecadores confesos sin la más mínima intención de arrepentirse y de expiar sus pecados, que hasta Sodoma y Gomorra ardieron por la ira del Señor, quien quizás fue el que inspiró a Carl von Clausewitz para inmortalizar su pensamiento: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”. No digamos este año Feliz Año, por favor.
Digamos con confianza en el futuro cercano: “Quiero un nuevo Año Nuevo”. Tengamos fe. Las cosas no pasan hasta que pasan.